lunes, 30 de septiembre de 2019

Una mala idea

Después de un mes ajetreado y difícil, hoy por fin puedo echar el freno y asimilar con cierta tranquilidad todo lo vivido. Durante mis dos semanas en Madrid, experimenté lo mejor y lo peor que esta ciudad me venía ofreciendo desde que comencé a pisarla con regularidad. Algo más para añadir a la experiencia.
Salí de casa el lunes con la ilusión que siempre hace emprender un viaje cuyo destino anhelas, en buena compañía y sabiendo a lo que vas. Llené mi maleta con más ilusiones y esperanzas que ropa (y llevaba mucha ropa), y con esa inevitable alegría nos pusimos en Madrid. Descargamos el coche, pintamos la sala, colocamos la escenografía, conocimos a Juanjo y a Cristina, nos instalamos en su casa y, esa noche, cenamos trucha al horno. Estaba cansada pero feliz, y no tenía ninguna prisa por alterar ese estado, cosa que estaba segura que ocurriría la semana siguiente. El martes fue el día de estreno. Tras la reunión pertinente y el pase de compañeros, arrancamos nuestra primera semana en Microteatro Madrid. Actuar en este lugar me provocaba un montón de cosas a la vez; emoción, lo llaman. Esa primera semana pasó tranquila. Juan y yo fuimos a museos, exposiciones y conferencias gratuitas, vimos a nuestros amigos, salimos de cervezas y hasta presenciamos una actuación de Leo Bassi en la "Iglesia Patista de Lavapiés". La taquilla del micro nos sonreía y llevábamos una perfecta rutina de orden de comidas y horas de sueño para no llegar tarde y estar bien de energía.
La segunda semana fue más o menos igual. Lo que la diferenció de la primera fue el inevitable encuentro con el pasado. Todo lo ocurrido en esa semana fue la versión corta de la versión larga de una mala idea. Los mismos pasos, el mismo proceso y el mismo final, con la novedad de que esta vez hubo, al menos, una disculpa de por medio. La ilusión que tenía era directamente proporcional al miedo a que se destruyera en un segundo, y en esos momentos no podía siquiera pensar que ir con pies de plomo no es el camino deseado por nadie. Y yo cambié los pies por alas y me dejé llevar, con los ojos cerrados, al cuarto azul de mi desdicha. Cuando amaneció, reviví antiguos temores y decidí, dos días después, no volver a amanecer así. Puede que tomar esa decisión a las 3:30 de la mañana fuera una mala idea, pero la verdadera mala idea fue darle crédito a quien no lo tiene, abrir la puerta a una esperanza que creía haber encerrado bajo llave para siempre, o empeñarme en perseguir imposibles, invirtiendo lo más valioso que tengo en tóxicas quimeras inalcanzables. Lo que hice y lo que dije, aún con la voz rota y la vida entera chorreándome por las mejillas fue, pese a todo, la mejor idea que tuve en toda la semana. La verdadera mala idea fue llegar hasta ahí. Y dejando atrás el elocuente portazo, me vi de madrugada regresando a un sitio que no era el mío, tratando de reprimir todo lo que me afligía mientras sujetaba con fuerza la mochila entre mis brazos, y caminando más rápido de lo que me daban los pies. La decepción y la incertidumbre marcaron los últimos días del viaje, sentimientos que una desearía no tener nunca y menos aún cuando hay que trabajar y que tu trabajo consista en hacer reír a la gente. Y no sé cómo lo hice, pero lo hice, y supongo que tener al lado a Juan me ayudó bastante. Con él se hizo "fácil" olvidar y hasta dormir y comer (de esto último se encargó especialmente). Son esos detalles los que diferencian a la gente que te quiere de la que no te quiere en absoluto, y por fin lo entendí todo. Gracias a él guardé silencio, comí crêpes con chocolate y pasé mi última noche en Madrid cantando en un karaoke y emborrachándome de alcohol y risas. Porque hasta el último maldito momento, y sabiendo que no ocurriría, estuve esperando, como la que espera un milagro, que las disculpas no se quedaran en palabras y pasaran a ser actos, y que el primer acto empezara por estar allí cuando saliera del último pase de la última función del último puto día. Tanto lo deseaba que incluso alejándome de allí, volvía la cabeza a cada paso por si aparecía la silueta al final de la calle. No fue así. Y me di por vencida, y me desahogué a gusto y me bebí toda la cerveza que me entró en el cuerpo, en la mejor compañía que podía tener.
El viaje de vuelta se me hizo durillo. Al cansancio, la resaca y el regreso a un hogar incierto, con la sensación de dejar una vida en Madrid, se le sumaba la preocupación de cómo responder a una conversación pendiente. Porque si bien no era necesario decir nada, sentía que debía hacerlo por mí, por cerrar el capítulo y poder pasar la dichosa página final de un libro que ya me había leído. Pero seguía sin tener tiempo de pensar en eso. Al llegar a Granada nos esperaban en la emisora del LemonRock Radio para hacernos una entrevista sobre nuestra experiencia en Microteatro Madrid y, prácticamente, llegamos con la hora justa.
Entrevista Calderilla Teatro. LemonRock Radio
Una vez en casa, y tras darle mil vueltas a lo mismo sin encontrar las palabras suficientes, decidí aclarar un punto del tratado de paz y responder a él con la naturalidad que extrañamente me salió.
La semana de readaptación, con una forzada resignación de lo ocurrido, no fue fácil. Tuve ensayos, reuniones de trabajo, castings y dos bolos que afrontar. Todo junto en 6 días. Estaba tan acelerada que hasta recurrí a prácticas tan ajenas a mí que ni me reconocía. Pero necesitaba centrarme y hacer las cosas poco a poco. Después podría dedicarme a otra cosa, pero entonces no. Y con mucho esfuerzo y poco aire en los pulmones conseguí cumplir con todo, llegar al concierto con mi banda el sábado (y disfrutarlo plenamente) y cerrar la semana con el bolo del domingo en el Lemon. Y tras hacer los ajustes necesarios para no implosionar pude por fin relajarme, escuchar esa voz por última vez desde el sofá de mi balcón, y pulsar "eliminar" sin que me temblara la mano.
Supongo que cuando deseamos algo de verdad no dejamos de darle oportunidades y, por muchas que demos, siempre nos queda una más, y la única forma de dejar de intentarlo es dejar de desearlo. Así que hoy me levanté con la firme idea de "desdesear" lo deseado (cosa que debería resultar relativamente fácil teniendo, como tengo, motivos de sobra), y no avisar siquiera de mis intenciones,  porque eso sólo dejaría un hueco a la esperanza. Calzarte un zapato que no es de tu número, por más precioso que te parezca, es una mala idea. Te acabará haciendo daño, rozaduras, ampollas... y guardarlos en el armario para mirarlos de vez en cuando no va conmigo. El amor contemplativo se lo dejo a los adolescentes. Yo necesito un zapato bonito, de los que no duelen ni cuando vuelves borracha de madrugada haciendo eses y con el que pueda patearme el mundo entero. Mientras tanto, andaré descalza pisando charcos o enterrando los pies en la arena hasta que pase el tiempo suficiente para volver a tener "malas ideas".








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