jueves, 18 de septiembre de 2014

¿Muerta de hambre?

Creo que es la primera vez que tengo ganas de otoño. Será porque tengo varias cosas en mente por hacer y todas coinciden en el tiempo. Para empezar en noviembre viajo a Cantabria para rodar la película "En Línea", y antes empezamos con los ensayos de la obra que estamos montando, la cual pensamos estrenar en marzo y moverla lo máximo posible (con grandes posibilidades de llegar a varios puntos de España). Empiezo además algunos cursos, aunque el dinero no me alcanza para todos los que me gustaría. Voy a tener que seleccionar y buscar alguna fuente de ingresos como volver a microteatro y encontrar algún curro de mañana (en eso estoy, de hecho). También últimamente se estila el trueque, así que no descarto intercambiar intereses. De cualquier modo, si he estado un año con el cinturón ajustado y no me ha ido mal, ahora que puedo soltarlo un poco supongo que irá mejor, al menos en ese sentido. Sobre todo cuando encuentras unas Martinelli por 8 euros y puedes ir a ver a Alberto San Juan, por solo 5, al teatro Neruda.
Tengo todos mis sentidos puestos en Madrid para esta temporada. Esperemos que lo que vaya saliendo me acerque un poquito más. Siempre habrá quien te ayude y quien no dé un duro por ti. Yo trato de rodearme de los primeros y hacerle poco caso a los segundos; el mismo que ellos me hacen a mí...
Tal vez algunos/as piensen que soy una muerta de hambre por dedicarme a esto. Pero esta muerta de hambre ha hecho magia con el dinero durante mucho tiempo y por suerte ha "tirao palante". No cambio mi vida ni mi hambre por nada. Los artistas hacen el mundo más bonito, y yo hago más bonita mi vida. ¿Muerta de hambre? Yo como todos los días, pero si no pudiera hacerlo, prefiero ser una muerta de hambre feliz que una desgraciada con el estómago lleno (y de paso guardamos tipito). Como cantaba Facundo Cabral "solamente lo barato se compra con el dinero" .




martes, 2 de septiembre de 2014

Un Día Cualquiera

Cuando los primeros rayos del sol despuntaron, desperté de mi profundo sueño. Me quedé tumbada un rato más mirando al vacío, tratando de adivinar por las luces y sombras que se mezclaban en la habitación si ya era una hora decente para saltar de la cama. Bostecé un par de veces seguidas y me estiré finalmente para despabilarme del todo. La casa permanecía aún oscura y silenciosa y Luis seguía durmiendo. Su despertador no había sonado todavía, aunque lo haría en pocos minutos, así que lo dejé un rato más en la cama y yo salí perezosa al balcón para ver cómo estaba el día; un día precioso seguramente. Sí, todavía era precioso: la brisa fresca de la mañana, las calles aún vacías, la quietud, el silencio... Un silencio que pronto se vería interrumpido por el estrepitoso ruido del camión del butanero, con sus bombonas de color naranja chocando entre sí y los gritos de las vecinas de enfrente en bata y zapatillas pidiendo desde su balcón que le suban una. El ring del despertador que provenía del interior de la casa me hizo ir corriendo al cuarto de Luis, que demoraba en levantarse. Me quedé mirándolo desde la puerta entornada, sin molestar, por si era uno de esos días en los que se quedaba un rato más en la cama. Cuando al fin abrió los ojos y me vio allí parada, esbozó una sonrisa y me llamó a su lado. Me lancé sobre él con una alegría indescriptible. Reposé mi cabeza sobre su pecho sintiendo cómo acariciaba mi pelo una y otra vez. Al cabo de un rato Luis se incorporó, me dio los buenos días con su habitual entusiasmo matutino y mientras preparaba el desayuno empezó a contarme todo lo que tenía que hacer durante el día. Me gusta escucharlo siempre con atención porque gesticula mucho mientras habla y disfruto tratando de descifrar su lenguaje corporal. Y sé que algo es importante cuando repite varias veces el mismo gesto. Reconozco que a veces me pierdo en sus palabras, o me distraigo fácilmente con el aroma del café, de las tostadas, de la mantequilla, pero a él no parece importarle. Creo que simplemente le gusta que lo escuchen.
Tras el desayuno vino la inevitable caminata de cada día. Luis sabe perfectamente que detesto salir por las mañanas, pero de nada sirve negarme, esconderme o hacerme la enferma. Él insiste en ir a caminar justo después del desayuno, quizás porque el resto del día está ocupado en otros asuntos. Reconozco que no me gusta el movimiento que surge durante el día. No soporto los coches, los niños que gritan en el colegio de al lado de casa, el ajetreado ritmo que lleva la gente de acá para allá, las bocinas, los perros ladrando, la señora de las verduras berreando a pulmón… en fin, tanto ruido...
Fuimos a un pequeño parque situado cerca de casa. El intenso olor de los árboles floreciendo y el calor sofocante de aquel sol que cegaba la vista, anunciaba la llegada inminente de la primavera que es cuando normalmente se me cae una cantidad considerable de pelo. Generalmente no hay mucho que hacer en el parque. Suelo limitarme a caminar junto a Luis que cada dos por tres se para a saludar a algún conocido, en cuyo caso yo me siento donde pillo hasta reanudar la marcha. No soy un ser muy sociable. Tiendo a dar la espalda a la gente que no conozco bien. Aquel día, Luis se paró a hablar con una señora gorda y de voz chillona que desprendía un penetrante olor a sudor y que llevaba un perro minúsculo metido en su bolso, el cual se me quedó mirando mientras emitía un sonido semejante al de un tractor a punto de arrancar. Queriendo ignorar a aquel perro y a su pestilente dueña, dirigí la vista hacia otro lado y divisé un gato pequeño y de color tierra que se encontraba acurrucado debajo de un columpio. Traté de acercarme cautelosa para no espantarlo, pero en cuanto me vio venir salió raudo de su escondite y trepó a la rama más alta de un árbol cercano. Aquel gato se me quedó mirando burlonamente desde su posición y consiguió enfadarme. Me era imposible subir a esa altura así que me quedé observándolo, resignada, hasta que me di cuenta de que había perdido a Luis. Miré nerviosa para todos lados, di la vuelta al parque corriendo, lo confundí con un señor que llevaba una camisa parecida, y ya estaba a punto de volver a casa sola cuando finalmente lo encontré sentado en un banco, leyendo el periódico como si nada. Me senté junto a él y no volví a separarme hasta que volvimos a casa.
Cuando llegamos, pude por fin tumbarme en el sofá, descansé, dejé de temblar. Luis estuvo en casa solo un momento y volvió a irse. Pasé el resto de la mañana sola, comí algo a media mañana y me senté plácidamente al sol. De vez en cuando, el chillido agudo de algún niño que jugaba en el patio del colegio, o el ensordecedor concierto de bocinas causado por un atasco en hora punta, me hacían abrir los ojos y salir de mi estupor. Pero fueron los ladridos de uno de los perros de la vecindad lo que llamó mi atención hasta el punto de incorporarme para intentar ver qué ocurría. Aquel perro pequeño y escuálido intentaba salir de uno de los contenedores que se encontraban situados justo enfrente de casa, con tal desesperación y urgencia que casi se podía sentir su respiración acelerada y el temblor de los huesos de sus patas. Continué observando la fatal escena con los ojos como platos y sin poder si quiera pestañear, cuando de pronto se apoderó de mí un terror indescriptible y una inmensa sensación de angustia. Vinieron a mi cabeza recuerdos de un pasado aún temprano que no podía entender y que sin embargo me asustaban. Volví a entrar en casa sin saber qué hacer, di vueltas por el salón, estaba nerviosa. Al final acabé en la cama de Luis, como si allí estuviera a salvo de todo, a salvo de aquel perro que despertó mis miedos, a salvo del maldito ruido. Allí agazapada me quedé dormida. Soñé que un hombre alto, con ojos saltones y enfurecidos de aspecto sucio y con olor a alcohol me metía en una enorme bolsa de basura y me pateaba mientras me gritaba cosas ininteligibles para que me callara. Luego me tiró a un contenedor y se fue. Cuando logré salir de la bolsa, dolorida y asustada, me encontré dentro de aquel cubo de lata gigante del que parecía imposible salir. Trepé apoyándome en las bolsas que había a mi alrededor, pero el maullido agudo de un gato en celo me asustó y volví a caer cuando ya estaba tan cerca de la salida. Conseguí asomar la cabeza por fin y descubrí una calle solitaria, llena de desperdicios, donde solo se podía ver en la oscuridad el brillo de los ojos de las ratas y la silueta de los gatos con el lomo erizado.  Más tarde, y sin saber cómo llegué ahí, me encontré a mí misma desamparada y sola en medio de una carretera inmunda iluminada a penas por una farola que parpadeaba tristemente. Me quedé paralizada en medio de aquel tétrico y solitario paisaje de asfalto sintiendo cómo el ambiente gris que me rodeaba me engullía poco a poco mientras intentaba a duras penas hacer que mi cuerpo, tembloroso por el frío y el miedo que habitaban en mí, respondiera a algún estímulo y pudiera salir de aquel lugar. De pronto el silencio fue interrumpido por el ruido gastado de un motor y la inmensa oscuridad se vio amenazada por la aparición de dos grande ojos de luz que se dirigían hacia mí a una velocidad pasmosa. A partir de ese punto solo recuerdo la imagen de Luis sujetando mi cabeza con gran cuidado y una dulce voz que decía cosas para mí incomprensibles pero cuyo sonido desvelaba ternura y bondad.
Cuando la puerta se abrió y volvió a cerrarse de golpe desperté, olvidando por completo mi horrible sueño. Lo único que quería era saludar a Luis, y que él me abrazara y me hiciera sentir a salvo de todo; que se quedara siempre a mi lado. “¿Qué te pasa? ¿A qué viene ese entusiasmo? Solo he estado fuera un par de horas, ¿tanto me has echado de menos? ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta al campo? Podemos pegarnos un chapuzón en el pantano, hace demasiado calor ¿no crees? Vale, vale... tranquilízate, ya estoy aquí. Aunque te deje sola cada día sabes que volveré tarde o temprano. En casa estás a salvo ¿verdad que sí? ¿Qué me dices entonces? ¿Nos vamos? Allí estaremos solos, no habrá gente a estas horas, ni coches, ni ruidos ni ninguna otra cosa que te pueda asustar. Además, conmigo nunca te pasará nada, ya lo sabes...”
Mientras escuchaba las palabras que Luis pronunciaba yo solo podía dar saltos de alegría, sin entender por qué. Respondí a todos sus interrogantes con sonoros ladridos de euforia y nos fuimos al pantano como un día normal, un día como otro cualquiera, al menos que yo recuerde.

(B.J. Granada, mayo 2014)  
A mi Luna