domingo, 17 de mayo de 2020

Desescalada libre


Llevo 67 días confinada, y a pesar de las permisiones que se han ido dando en franjas horarias para hacer deporte, pasear, etc, yo he seguido haciendo lo mismo todo este tiempo. Pero mañana empieza una nueva era: entramos en la fase 1 de la desescalada. Para mí todo será más o menos igual, pero comenzará el cambio a mi alrededor, y no podré ignorarlo por más que quiera. Y sólo es la fase 1. A medida que avancemos, la normalidad volverá a nuestras vidas casi sin darnos cuenta, y las noches perfectas de silencio e intimidad no serán más que un recuerdo del pasado. 
Dos meses en la vida de una persona es nada, sin embargo, a muchos se les ha hecho terriblemente largo. A mí, siendo sincera, se me han pasado volando. La razón es evidente: yo lo he disfrutado. Si dejamos a un lado que lo que ha provocado mi disfrute ha sido un virus mortal que se ha llevado (y sigue llevándose) la vida de muchas personas, y que, a consecuencia del mismo, el país se enfrenta a una crisis económica bestial, para mí estos dos meses han sido un regalo del cielo. Y del mismo modo que me costó adaptarme al estado de alarma, ahora, que me he acostumbrado a él, me va a costar adaptarme a lo que llaman la “nueva normalidad”. Va a ser como despertar de un sueño que me estaba gustando para encontrarme con una realidad que poco tiene que ver. Por otro lado, los sueños, sueños son, y es la realidad lo que cuenta. Es a ella a la que tengo que creer, y es en ella donde se confirmarán, o no, mis temores. Quizá la nueva normalidad implique también una nueva realidad para mí, pero es pronto para saberlo, y yo, como buena pesimista, prefiero prepararme psicológicamente para lo peor.
Y si bien yo he aprovechado el tiempo como mejor he podido, otros se han dedicado a desperdiciarlo con quejas estúpidas al gobierno, gritos y/o notitas de odio a los vecinos, “rebeldía” barata de calle o, ya la última, caceroladas de marca Lacoste. Estos actos, unidos al fallecimiento de una de las pocas cabezas políticas más lúcidas de este país, como era Julio Anguita (al que todo el mundo quería tanto pero que, como era un rojo, “que te vote tu puta madre”), me llevan a la misma conclusión de siempre: que este mundo no lo entiendo. Me cabrea sobremanera tanta hipocresía, tanta basura mental y tanta ignorancia. Pero saberme fuera de ese grupo, aunque ello implique soledad e incomprensión por parte de casi todos, me anima a seguir mi camino como una nefelibata a la que le importa más bien poco lo que piensen los demás, siempre que no se metan sin permiso en mi idílico mundo de fantasía. Y es hasta poético que el próximo tema de “Y la falda muy corta” hable de un mar de cemento lleno de peces solitarios que es, precisamente, del lugar del que salimos y al cual nos dirigimos sin remedio en una vertiginosa “desescalada libre”. 
Mientras se cuece, estos han sido los últimos en salir del horno.