domingo, 11 de abril de 2021

Non-stop

Durante todo el invierno, mi vida estuvo sufriendo una serie de cambios dentro de una etapa gris marcada por la nostalgia y el enfado dándose el relevo por turnos. Una etapa sin aparente sentido en la que tuve que ir renunciando a casi todo lo que me gustaba por motivos justificados, aunque no por ello satisfactorios. Una paradoja de sacrificio de la felicidad por la felicidad, como siempre incierta y misteriosa. El bullicio paranoico del exterior, entre olas, picos y curvas víricas me era absolutamente ajeno. Me sentía víctima de hados retorcidos jugando a poner trampas macabras en un camino sembrado de falsas promesas, y minando la poca fe a la que una podía agarrarse. “Por mí que reviente el mundo”, y me eché a dormir mucho tiempo para recuperar la identidad perdida. 

Un par de llamadas desde Madrid arrojaron algo de luz a mi panorama gris. Con la primera conseguí reubicarme; con la segunda, encontré una buena forma de ocupar mi infinito tiempo libre. Antes de eso, mi empeño para no pensar en nada que no fuera mínimamente productivo, estaba puesto en unos cursos online, que a fuerza de madrugones y voluntad conseguí sacarme (algún día estaré muy orgullosa). Pero necesitaba más, una meta, un objetivo claro. Y llegó con esa segunda llamada. Ahora, de forma casi obsesiva, siento que estoy enfocada en algo, y como unas cosas llevan a otras, y otras a otras, estoy que no doy abasto. 

Así, con el ritmo acelerado del no parar, sin darle tregua a la mente y negándole a la memoria sensorial el más mínimo indicio de flaqueza, me vi muy lentamente llegando al ecuador. Esa imperceptible línea que separa el antes y el después, el ayer y el mañana, lo que fue y lo que será. Pero como en toda transición, hay momentos de dudas en los que rehúsas soltar lo malo conocido para abrazar lo bueno por conocer, y momentos lúcidos en los que ves que el cambio es necesario te lleve a donde te lleve. Porque, curiosamente, la resistencia tiene un límite, pero hay que llegar a él para entenderlo bien. Puedes notarlo cuando tomas conciencia (paradójicamente, entre fiebres y delirios) de esa frase trillada del “no somos nada” a la que siempre recurrimos a destiempo; o cuando en un segundo ves peligrar la salud de alguien a quien quieres, y todos tus estúpidos problemas existencialistas desaparecen ante la idea de que desaparezca esa persona. 

No es un cambio de actitud radical, pero es un avance. Un avance que llegó con otra primavera robada (esta vez por partida doble), en la que se siguen escuchando, allá donde vayas, las charlas infumables de los cuñaos todólogos aderezadas con el ruido incesante de los medios de comunicación. Y mientras el mundo de ahí fuera discute el valor de la vacuna (trombo arriba, trombo abajo), qué marca es mejor, “a mí cuándo me toca”, en mi mundo de pequeños avances no todo el camino está andado, y aguardo con mayor expectación que la ruleta rusa de la vacuna, la fuente milagrosa de mi propia inmunidad; cuando la música no sea un dardo venenoso, cuando un domingo no sea distinto de un martes, cuando las ciudades vuelvan a ser ciudades y regresen las carreteras lejanas, el calor del sol y los aromas de playa; cuando la imaginación no tenga límites fronterizos entre villa azul y villa blanca, y cuando se corten, de una vez por todas, los hilos engañosos que nos enredan. 

Entre tanto, el silencio apremia.