sábado, 1 de mayo de 2021

Ese día, como por arte de magia...

Contexto: Plena primavera. Plena transición; ese espacio nebuloso que una vez que se sobrepasa marca el punto de no retorno; ese momento crítico del ahora o nunca. Las sábanas ya no eran de pelito. Mitología grecorromana en curso. Las series del momento eran Los Soprano (sí… aún no la había visto) y Stranger Things. Me enfrentaba a mi amaxofobia con éxito. Algunas restricciones se habían relajado. Las noticias ya hablaban más del debate político madrileño que de picos y olas víricas.

Ese día, aún inmersa en la mitología grecorromana, y tras haber ordenado las infinitas figuras que la componen, me encontraba estudiando los orígenes de nuestro calendario. También ese día (esa misma mañana) habían terminado el edificio de enfrente. El mismo edificio que en diciembre (que, por cierto, debe su nombre al ordinal décimo) estaba en los cimientos, y que mirándolo desde mi balcón pensé entonces “para cuando esté terminado algo importante va a pasar”. De estas cosas que no te esfuerzas en pensar, sino que simplemente llegan a tu mente como una revelación sin saber por qué. En un par de meses lo levantaron, pero una parte de la fachada aún estaba en ladrillos. Se tiraron como dos meses más poniéndole chimeneas a la azotea, colocando vidrios y añadiéndole florituras al bloque, pero esa parte de la fachada seguía desnuda. Ese día la recubrieron, y el edificio quedó terminado. No un día antes, ni un día después. Ese día.

La noche anterior, como algunas otras noches, me invadió la insatisfacción por todo, pero esta vez fue distinto. Sin razón aparente, se me vino encima el peso de mil cosas juntas. Me encomendé a todos los dioses griegos, a sus equivalentes romanos, a los hindúes y a los nórdicos, y me dormí hecha una sopa de desperdicios, vencida de asco e impotencia por no poder encontrar la luz que me guiara hacia la salida del laberinto. 
Ese día, el calendario gregoriano empezaba a tomar forma, y cuando atendí el teléfono, me dejé a medio escribir la palabra “sin embargo” (sin emb), y el cursor intermitente se quedó ahí parado como parado quedó el tiempo. Había imaginado el “cómo”, había imaginado el “por qué”, y atiné con ambas. Ese día era miércoles y era un día cualquiera, sólo que no lo era. 
Ese día, por un rato, creí tener lo que quería, pero nada más lejos… porque ese día tenía que tomar una decisión importante que no vi clara hasta la mañana siguiente en la lucidez del despertar. Y tras muchas maldiciones intraducibles acabé aceptando el mensaje oculto y respiré aliviada al no haber echado por tierra todo el tiempo invertido y conformarme con un pedido defectuoso (que esto no es AliExpress). En contra de todos mis deseos más profundos, tuve que rechazar el trozo de tela que me correspondía porque olía de lejos a trampa mortal del destino. Y una vez más, hacer lo correcto no me reportó ninguna satisfacción, sino que me dejó flotando en un mar de dudas más salado de lo normal. Porque no basta sólo con hacer lo que te conviene; también hay que desear lo que te conviene, y ahí es donde se abre la clásica guerra entre cabeza y corazón. Y como ya he adelantado, ganó la cabeza y el corazón se desangró. 

El viernes, con la herida todavía cicatrizando, mandé todos los archivos dañinos a donde no pudiera verlos, hice limpieza visual y me organicé un plan para mayo con el que poder “celebrar” el cierre tan necesario de una puerta que, tarde o temprano, me abriría mil ventanas.
Para una agnóstica como yo, que no cree en nada pero que eso no significa que todo pueda existir, los momentos de magia son la sal y la pimienta de la vida en un mundo, generalmente, carente de ella. Pero cuando un momento mágico desemboca en certezas que lo pudren todo, el resultado es algo tan soez y vulgar que sólo desprende lástima, y otorga un mal nombre a todo lo bueno que lo rodeaba. Y es entonces, con todo el asco, cuando hay que afinar el cristalino para que no se te desenfoque la realidad. Y entonces ves el ladrillo sucio detrás del diamante imaginario, y se te repite en bucle la estúpida imagen de echar margaritas a los cerdos, y acabas aceptando decepcionada, pero de buena manera, la decisión racional de no conformarte con migajas sabiendo que mereces el bollo entero (nadie debería aspirar a menos). Y como la vida es misteriosa, no hubo opción de recular (lo que dejaba más claro el camino) y me propuse firmemente plantarme, y los signos de interrogación se esfumaron para dejar paso al punto y final. 
Ponerse bajo el microscopio no es para cualquiera; te obliga a reconocerte y eso da miedo, pero si te animas a hacerlo puedes deshacerte del saco de mierda que has heredado en algún momento de tu vida, y dejar de cargar con lo que no te corresponde, en lugar de utilizarlo como excusa para justificarte por todo. Pero cada cual que lo aprenda a su tiempo (mientras tanto tenemos Netflix).

Ese día, con el edificio terminado, sí que pasó algo importante: ese día, como por arte de magia, escapé del laberinto.