lunes, 24 de septiembre de 2018

Una experiencia diferente

Me fui a Madrid un día antes. No quería arriesgarme a que el autobús se retrasara, pillara atasco, pinchara a mitad de camino o cualquier otra eventualidad. Había reservado dos noches en un hostal cerca de Sol porque prefería estar sola y concentrada para organizarme y, además, me apetecía ir un poco a mi bola. Llegué a la habitación sobre las 15:30h, vi un poco de tele y me quedé frita. Luego me vestí y salí a dar una vuelta por el centro. Para variar, me perdí por esas calles de dios, y para cuando localicé la del Arenal ya era casi la hora de cenar. Como tenía mucha hambre y poco dinero me metí en un Burger King, y sobre las 22:30h ya estaba de vuelta en el hostal. No me apetecía mucho estar fuera. Me había invadido un ligero sentimiento de soledad y tristeza al transitar ciertas zonas, y recuerdos de otra vida vinieron a mi mente como diapositivas en blanco y negro. No podía luchar contra eso, así que lo dejé salir, y mientras tanto preparé todo lo que necesitaría para el día siguiente. Quería dormir pronto pero me dieron casi las 2:00h viendo una peli regulera en la tele que, al menos, me ayudó a tener las manos quietas.
Por la mañana desperté temprano y con los nervios propios de un día importante. Me duché, me lavé el pelo y preparé la ropa. Quedé a medio día con una amiga que, finalmente, no pudo quedar y me vino de perlas para ir tranquila y sin prisas hasta Atocha. A penas pude comer antes; no me entraba nada. Tomé sólo una cerveza con la tapa más cara del mundo y me puse en la estación una hora antes. Lo hice sabiendo que, con mi nulo sentido de la orientación, iba a necesitar un rato para ubicar el buzón amarillo donde me recogerían. A las 17:15h en punto se me acercó un señor de traje que me preguntó mi nombre y me subió a un coche para llevarme a los estudios. Como había un ratito de camino, nos dio tiempo a hablar de mil cosas y conocernos. Tipo cojonudo, Carlos.
A las 18:00h ya andaba yo por el edificio, peleándome con la tarjeta de visita para cruzar el molinillo hasta la sala de espera. Él estaba en los camerinos comiendo medias noches de jamón, y con los nervios que manejaba a penas reparé en su presencia. Antes de que empezara todo (ya vestida, peinada y maquillada como una puerta) me guiñó un ojo desde arriba al tiempo que hacía un gesto de “tú, tranqui”. 
La hora entera pasó como un suspiro y todo acabó antes de que pudiera darme cuenta (y hasta aquí puedo leer).
Como en una nube por la experiencia vivida, salí del edificio buscando la oportunidad de hablar con él en la puerta, donde ya estaba Carlos esperándome con el coche. Alguien me dijo “tú aguanta un poquito, que no ha salido todavía”, pero no quería hacer esperar a Carlos, así que le dije que gracias pero que me tenía que ir. Y justo antes de subir al coche, me dijo “mira, ahí viene”. Miré a Carlos buscando complicidad y me sonrió en plan “venga, que te espero”. Salió solo, y todos los demás, salvo Carlos que seguía al lado del coche, ya se habían ido. Me acerqué a darle dos besos y le dije que me había quedado con las ganas de cantar un tema con él, y me dijo “coño, tía, habérmelo dicho y hubiésemos preparado algo”, a lo que yo contesté que estaba demasiado nerviosa para tomar esa iniciativa pero que si alguna vez coincidíamos de nuevo, quedaba pendiente. Después de un ratito de charla considerable, se despidió con un guiño y un “nos vemos en los bares” y se fue. Subí al coche disculpándome por el retraso, pero Carlos sonreía todo el tiempo. Tenía que llevarme a Atocha, pero me dijo que como yo era su último viaje y ya terminaba, que me llevaba donde yo quisiera. Le dije que estaba parando en Sol y me dejó en la misma plaza. Antes de despedirse de mí, me dijo que ojalá volvamos a vernos porque él es el chófer de casi todos los actores de series de la tele, y si alguna vez me tiene que volver a recoger, sería buena señal.
¡Qué distinta se veía la plaza ahora! Nada que ver con ese sitio triste del día anterior. Había luz, mucha luz, y a diferencia de otras veces, ahora la luz provenía de mí. Hice un par de llamadas obligatorias antes de subir a la habitación a soltar lastre y volver a salir porque había quedado para cenar. Mi amigo Jose me esperaba en el Viña P, y ya estaba allí cuando llegué. La última vez que lo vi fue exactamente en ese mismo restaurante el pasado 17 de marzo, y recuerdo que era ese día porque fue el día en que toqué fondo (entonces yo era una sombra de mí misma). Se alegró al verme tan… renovada. Fue una buena noche. Cenamos de lujo, la dueña se sentó con nosotros y nos invitó a una copa y acabamos en un bar de los que me gustan echando la penúltima antes de regresar al hostal. Entre el alcohol y el cansancio acumulado de un día movidito, dormí como un bebé. Pero ni todo el entusiasmo de vivir una experiencia, digamos, diferente, impidió que mi último pensamiento estuviera tan lejos de Madrid.
A la mañana siguiente regresé a Granada con una herida menos y la semilla de un posible proyecto de futuro. 

lunes, 10 de septiembre de 2018

Micromelancolía

Entrando en la primera curva de mi calendario, y tras varios meses de desapego y reflexión hacia una causa perdida, vuelvo a toparme con la misma incertidumbre por la ciudad que me dio la mano para luego retorcerme el brazo. Invitándome a probar suerte (un poco más sola que antes) y amenazando, a la vez, con el recuerdo de sus calles prohibidas que inevitablemente transitaré, esta vez he preferido rechazar cualquier compañía, y quedarme en un hostal del centro.
En otras circunstancias buscaría la forma de dar vida a aquella imagen en la que esperaba sentada en la plaza, junto a una boca de metro, con zapatos negros, bolso mallorquín y chaqueta vaquera; con el pelo suelto y los ojos como faros encendidos buscando entre la multitud la cabeza que sobresale del resto. Pero las circunstancias reales que me rodean me impiden incluso pensar en ello. 
Alguien me enseñó una vez a ser prudente, tener paciencia y no necesitar nada. Y esta especie de Siddhartha moderno tenía razón. Y aunque la imprudencia, la impaciencia y la necesidad me han llevado a lugares que otros matarían por conocer, tendría que elegir más concienzudamente el objetivo con el que sí se puede (y se debe) perder la cabeza. Nada me gustaría más que reescribir la historia pero, en esta ocasión, lo más razonable es amarrarme las manos y no pensar en ello.
Mis dos noches en Madrid no darán para mucho más de lo que voy a hacer allí. Pasaré a ver el microteatro de una amiga, aunque me escueza el alma cuando pise su calle melancolía, y me centraré en la parte lúdica de este viaje sin esperar mucho más que vivir una experiencia curiosa y quizás, con un poco de suerte, llevarme alguna alegría en metálico.