jueves, 24 de enero de 2019

Digamos que todo está bien


Normalmente una se levanta por la mañana, digamos, bien… sin pensar en el pasado ni en el futuro sino viviendo ese famoso “ahora”, el presente, y con la única preocupación de echar el día y cumplir los objetivos previstos. Una se centra en eso sin darse cuenta, y “eso” te hace sentir, digamos, bien. Pero por supuesto, no es un estado continuo. De vez en cuando, aparece una curva en esa carretera recta, y estás más agitada, ya sea por un recuerdo que regresa, por algo que has soñado, o por aquello que está por venir y aún divisas muy lejos de donde estás, y entonces, el bienestar habitual hace un alto en el camino, te deja un espacio de reflexión y te cuenta cosas. Siendo así y estando, digamos, bien, una acepta con cierta satisfacción esa invitación a contemplar desde fuera lo que hay dentro (o lo que hubo, o lo que habrá). No importa si eso te pone triste momentáneamente, o melancólica, o especialmente intensa porque estando, digamos, bien se le puede sacar beneficio, y al fin y al cabo, no ocurre todos los días. 
Yo que soy tan dada a centrifugar pensamientos, ahora que las cosas no duelen, aunque todavía escuezan, me puedo permitir acomodarme en esos estados de melancolía por un rato cuando miro la foto de mi abuela cogiéndome en brazos en mi primer cumpleaños, la jaula vacía de Robin y el collar de Luna colgado en la pared, o una de esas películas con final feliz que sólo me recuerdan que yo no lo tuve. Y luego vuelves al presente y no pasa nada, porque hay mucho que hacer, porque queda esperanza en ciertas cosas, y porque salgo a la calle y en menos de una hora me gasto un dineral en chuminadas varias porque reconozco que soy una víctima del consumismo y las chuminadas me encantan, y porque estoy trabajando y, a pesar de los quebraderos de cabeza que me da la gente que no sabe hacer su trabajo, yo disfruto haciendo lo que hago.
Sigo sin querer saber qué está ocurriendo más allá de mi entorno, aunque sea difícil no enterarse de algún modo. Trato de ignorar lo que soy capaz de controlar, pero algunas cosas se cuelan sin querer, sin que una se dé cuenta, y es entonces cuando tengo que tragar saliva y no dejar que “la emoción” me invada. Pero cada vez me da más igual. Y aunque me cueste reconocerlo, sé que es mejor así, porque estando, digamos, bien… todo está bien.
Este sábado terminamos el mes de microteatro y después me centraré en el bolo que tengo con mi banda el 1 de marzo. Espero que, entre medias, salga alguno de los trabajos a los que he postulado y que me lleven un poco más lejos de aquí. Porque si algo me apetece de verdad es poder romper esa barrera que aún me hace temblar, y que me está privando de volver al lugar al que quiero poder ir sin miedo, y sin fantasmas amenazando alrededor.







lunes, 7 de enero de 2019

Regalo de reyes


El día de reyes siempre me ha parecido un día guay. Cuando mi hermano y yo éramos pequeños, mis padres ponían los regalos por la noche al pie de su cama una vez que nos habíamos dormido. Era la noche más emocionante del año, sin duda. Yo me solía despertar a media noche y me asomaba a la habitación de mis padres, de puntillas para no despertarlos, y ya estaban los regalos allí. Por la mañana, muy temprano, los abríamos. Era el único día que una madrugaba con gusto, y sin poner despertador ni nada. Cuando crecimos lo suficiente, los regalos pasaron a colocarse en la mesa grande del salón. Ya no madrugábamos para eso porque nos habíamos acostado tarde la noche anterior (y en mi caso, además, borracha), pero igualmente hacía ilusión desenvolver paquetes. Cuando ya me instalé en Granada definitivamente y dejé de vivir en casa de mis padres, el procedimiento era el mismo, sólo que mi hermano y yo llegábamos a las 14:00 a casa de mis padres, intercambiábamos regalos y nos íbamos a comer por ahí.
Este año, la navidad ha venido distinta hasta en eso. No tuve cena de nochebuena, no me comí las uvas con las campanadas en nochevieja, y tampoco ha habido regalos de reyes. Mis padres nos citaron directamente en el restaurante donde íbamos a comer, y allí nos dieron unos billeticos a cada uno. Yo sí les llevé un regalo, pero entiendo que con mi abuela en el hospital, había pocas ganas de ir de compras. Así que acepté el dinero con triste resignación y con las mismas, se lo di a Mario para que pagara el alquiler. Una mierda, vaya…
Después de comer, nos fuimos al hospital, y allí pillé a mis tíos por banda, intentando hacerles entender que tienen que sacar a mi abuela de allí. Me he pasado toda la navidad peleando con unos y con otros para que metan presión a los médicos, para que la cambien de hospital y busquen segundas opiniones, para que pregunten lo que no saben y para que “molesten” a las enfermeras todo lo que haga falta. Pero desde Granada, sólo podía enviar audios al grupo familiar de whatsapp, a gritos y llorando, porque no me hacían ni puto caso. Ayer, al menos, conseguí que me escucharan. Mi abuela tiene 84 años, ya está. Le han hecho mil pruebas y no le sacan nada. Se le va la olla por momentos porque tiene demencia, probablemente provocada por la bajada de niveles de sodio y magnesio que fue lo que la llevó al hospital de primeras. Y esa bajada de niveles, es a su vez causa de tanta medicación (que a mi abuela le ha gustado una pastilla siempre más que un caramelo). La demencia se agrava estando en el hospital, y el propio médico sugirió llevarla a casa, pero a todos les da miedo hacerlo. Entiendo el miedo, pero no entiendo que la mantengan allí por eso. Yo les decía que buscaran soluciones, que le pusieran una enfermera en casa, una interna que se ocupe de ella y sepa reaccionar si le pasa algo. Al fin, parece que he conseguido concienciarlos y van a buscar una residencia de ancianos, donde también podemos visitarla como en el hospital, pero que allí la sacan a pasear por los jardines, les ponen la tele, juegan al bingo, hacen ejercicio y hablan con otras personas. La demencia no es reversible y mi abuela ya no volverá a ser la que era. Pero en su mundo, los momentos de confusión se alternan con momentos de lucidez, y en esos momentos sabe dónde está y en qué estado… y sufre. No soy partidaria de mantener a una persona viva a cualquier precio en evidente estado de decrepitud. Se tiene que morir de algo, como todos, y prefiero mil veces que viva dos días más en buenas condiciones, que 10 años enchufada a una vía en contra de su voluntad.
Ojalá, este año, el regalo de reyes tardío sea una vida mejor para ella, en un lugar más bonito que un puto hospital donde tratan a los pacientes como meros enfermos y no como personas, y donde mi abuela se llama 421-1, en vez de llamarse MªCarmen. Y ojalá que cuando esté allí, yo haya cobrado ya mi dinero, y podamos celebrar los reyes, porque pienso comprarme un montón de regalos pa mi coño, y pienso colmarla de regalos a ella. Ojalá que nos juntemos a cenar todos como si fuera 24 de diciembre aunque sea 3 de febrero. Y, sobre todo, ojalá que mi abuela, en ese mundo lejano al que se ha ido a vivir, sea un poco más feliz en la residencia, que le den café de verdad y comida rica y que cuando “vuelva”, en esos momentos fugaces, en lugar de llorar, sonría.