sábado, 25 de enero de 2014

El otro lado


Hacía demasiado tiempo que Mauricio no estaba tan nervioso como aquel 13 de diciembre. Tanto que ni se acordaba de lo que se sentía... Andaba de un lado para otro, mirando el reloj, contando las horas. Frente al espejo acomodaba el cuello de su camisa impecablemente blanca y almidonada, hacía y deshacía una y otra vez el nudo de su corbata, y sacudía las inexistentes pelusas de su traje negro. Se había perfumado un centenar de veces y había recortado su bigote con esmero, el cual no dejaba de peinar con insistencia a medida que los nervios aumentaban. Ensayó diferentes posturas de recibimiento y memorizó unas palabras que él mismo había escrito.
 “¿Por qué no lo dejas ya?”- preguntó Hilario con desgana- “Es mejor que la recibas de forma natural, como te salga”. 
Hilario era el mejor amigo de Mauricio. Había permanecido soltero toda su vida así que decidió instalarse con Mauricio en la misma habitación hasta que Adela llegara. “Tú no puedes entenderlo”- respondió Mauricio sin dejar de mirarse al espejo- voy a reencontrarme con mi mujer después de diez años. Hoy es el día más importante de mi...”. Hilario lo interrumpió con una sonora carcajada - “Siempre fuiste un sentimental, amigo”- añadió sin dejar de reír. Mauricio también sonrió. Recordó que Adela le había dicho lo mismo poco después de conocerse. “¿Te gustan mis zapatos? ¿Crees que resistirán? Pienso bailar con ellos toda la noche...”- dijo Mauricio lustrándolos por enésima vez con un pañuelo. 
“¿Y se puede saber de dónde vas a sacar la música? Porque a menos que cantes tú... no conocemos a ningún músico en este ala”, puntualizó Hilario mientras hojeaba una revista vieja. “Ya he arreglado eso. Reservé el salón central y he reunido una banda”.

Faltaba poco para el gran momento. Mauricio se fue al salón para asegurarse de que todos estaban en sus puestos. Los improvisados músicos cogieron sus instrumentos y se pusieron a ensayar. Había una gran mesa preparada con centros de flores de colores diferentes, y un par de candelabros en los extremos. Platos fríos y variados culminaban el ágape. Aún faltaban los invitados, que para sofoco de Mauricio, se estaban retrasando. Un par de amigos de la infancia se ofrecieron para hacer de camareros. Hilario dijo que iba a buscar a los demás para que se apresuraran y minutos después llegó con toda la multitud. Los primeros en ocupar sus puestos fueron los padres y suegros de Mauricio, seguidos de sus cuñados y de su único hermano. Los demás parientes y amigos se acomodaron en las mesas señaladas. El último en entrar fue Hilario que sostenía en sus brazos a un niño de seis meses. 
A las diez y veinticinco de la noche, un señor pálido vestido de esmoquin, con  ojos saltones y peinado con raya en medio anunció la llegada de Adela. El corazón de Mauricio parecía desbocado, le latía con más fuerza de lo que imaginaba, y se le humedecieron los ojos en un segundo al no poder contener la emoción. Se abrió la puerta, y entró Adela perfumando la habitación con el olor, aún reciente, a flores frescas que se había quedado impregnado en su piel. Su cara de sorpresa, con los ojos como platos y algo pálida, delataban la conmoción del reciente viaje cuyo destino no terminaba de asimilar. Miró con una mezcla de timidez e inquietud a todos los presentes, pero fue al ver a Mauricio, de pie, sonriendo y con las lágrimas saltadas, sosteniendo a su hijo en brazos cuando por fin se dio cuenta de lo que pasaba. Recobró el tostado color de su piel, y toda la energía que alguna vez tuvo y corrió con los brazos abiertos hacia Mauricio y su pequeño Luis, llorando de emoción. Bailaron toda la noche, no pararon de bailar. Un pasodoble, un vals, otro pasodoble. 
Durmieron juntos y abrazados, con los pies rotos y el corazón pleno. Adela y Mauricio pasaron su primera noche juntos al otro lado bailando, riendo y más vivos que nunca. 

A mi abuelo, desde este lado 
(Beba Jiménez, Granada, 2011)

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