lunes, 16 de diciembre de 2019

Bonus Day


El jueves volví a Madrid.
Último viaje previsto.
Era el noveno día.

La escuela organizaba para los alumnos una quedada gratuita donde nos acompañaría Miguel Rellán para hablarnos del oficio y luego tomar algo todos. Fue de lo más enriquecedor escuchar a Miguel contar anécdotas y conocer su personal opinión acerca de cómo está el mercado. Montxo se nos unió más tarde, cuando yo ya llevaba más de una copa de vino en el cuerpo. Hablamos más de lo que lo hicimos en los dos meses anteriores (es lo bueno que tiene el alcohol), y me encargó devolverle el saludo a  E.C. (si todavía me lees, date por saludado, E.). Fue una experiencia estupenda de la cual me alegra haber sido partícipe porque, hasta un par de días antes no lo vi muy claro (otro viaje, anunciaban lluvia y frío... no sé, nada claro lo tenía). 
Pero este noveno día no era un día señalado por esta reunión, sino porque era el último, y yo no era la única que lo sabía. Hice malabares para intentar llenar el espacio de tiempo que vendría después, pero al final caí en mi propia trampa. Intenté esquivar la tentación,  pero todo, absolutamente todo, me condujo a ella. Con el pico caliente y pocas ganas de encerramiento, ya que la peña no estaba disponible, me vi caminando a las 12 de la noche hacia el centro, para ser la amiga de un amigo que sí estaba disponible. Y ahora, después de tanto tiempo, tengo que volver a recoger la ficha del primer día, como en A.A. Con todo, las recaídas conscientes son menos recaídas. Y me justifiqué con la idea de que “sólo estoy comprobando algo”. Y sí… comprobado. Ahora ya puedo empezar otra vez, sabiendo lo que sé, con las expectativas bajas pero la autoestima alta. El experimento de los 8 días salió bien. Al noveno estalló el laboratorio. Y justamente eso es lo que tenía que ocurrir para dar por fin con la fórmula mágica. Ahora, a pesar de tener que empezar de nuevo, tengo todos los ingredientes ordenados y mi laboratorio en plena reforma. 
La vuelta fue un infierno de resaca, nauseas y dolor de cabeza. No abrí los ojos ni un segundo en todo el viaje. Dormí las cuatro horas y media de camino, y al llegar a casa y comer un poco (casi nada), me acosté y seguí durmiendo casi tres horas más. La confusión mental de los últimos acontecimientos no cesó hasta el otro día, tras haber dormido como diez horas más durante la noche anterior. 
El sábado estaba especialmente despierta y lúcida para asimilarlo todo, y entonces ocurrió una de esas cosas que te cambian el rumbo. Tuve una visión clarísima de "qué pasaría si...", viviendo como si fuera jodidamente auténtica una realidad alternativa (rollo "Un Cuento de Navidad"). Cuando regresé de aquel fantasmagórico escarmiento, y tras haber hecho las averiguaciones necesarias para comprobar que no era real, respiré profundamente y entendí que mi vida, en verdad, no estaba tan mal, que podría estar infinitamente peor y que sólo hay un camino posible que deba seguir. Y en ese camino el único "fantasma" soy yo misma. 

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