jueves, 29 de julio de 2021

Enemigos íntimos

Existe una línea muy fina entre la realidad y la imaginación. Voy a usar esa línea para intentar ponerle palabras a algo de lo que me resulta difícil hablar por lo grotesco, por lo injusto, por lo excesivamente real. Y empezaré por el final: hace cosa de un mes, uno de mis mejores amigos murió. En todo este tiempo no he podido hablar de ello con nadie, ni siquiera conmigo misma (que es la razón por la que escribo). No puedo decir que no lo haya aceptado (se veía venir), pero tampoco puedo decir que me parezca bien, ni que lo haya asumido del todo.

Tenía una enfermedad crónica cuando lo conocí, y se podría decir que la sufrí con él desde entonces. Curiosamente, cuando se nos vino encima la pandemia de coronavirus, su enfermedad, lejos de complicarse, pareció mejorar; de hecho, lo hizo. Apenas tenía síntomas, estaba más sano que nunca. Para mí era tan difícil de creer como un milagro, que es lo que parecía. Y así de vivo y saludable estuvo casi seis meses hasta que un día fui a verlo y lo noté… raro. Aunque para ser sincera, lo raro era verlo bien. Estaba, pues, como siempre, mostrando signos de su enfermedad casi imperceptibles para los médicos, pero no para mí. Y por desgracia, no me equivocaba. Fue cuestión de semanas verlo de nuevo ajado y decrépito.

Si bien no hay enfermedades bonitas, la suya era especialmente fea. De esas que convierten a una persona encantadora en una especie de monstruo sin escrúpulos que provocan más miedo que compasión. No es relevante para la historia mencionar de que enfermedad se trataba, pero para la tranquilidad de muchos, no era COVID.

Cuando recayó estuvimos meses sin hablar, su actitud era intolerable, cosa que pude confirmar cuando un día me escribió para decirme lo encantado que estaba con su vida desde que no sabía de mí. Sé que no hablaba él, sino ese falso orgullo derivado de la enfermedad que se lo estaba comiendo por dentro, pero aun así me pareció que seguirle el juego no ayudaba mucho, y con las mismas lo dejé a su aire. Es muy difícil explicar cómo se siente una cuando no puede hacer nada de nada frente a algo tan duro, especialmente cuando ya lo hiciste todo anteriormente y sólo sirvió para empeorar la situación. Se te pasan mil cosas por la cabeza, pero estás atada, sólo puedes sentarte a maldecir y echarle la culpa a algo o a alguien que ni siquiera existe. Y un día te rindes, y dejas que las cosas pasen como tengan que pasar aun sabiendo que puede pasar lo peor. Y así, con esta actitud nihilista, te levantas un día y te dan la inevitable noticia: ha muerto. Es por toda esta movida, entre otras, que este año me he “encerrado” un poco más de lo normal, y he rechazado opciones de trabajo, he dejado pasar oportunidades, y he renunciado a proyectos que me hacían muy feliz pero que ya no tenían sentido.

Entender por qué pasan estas cosas es darse de cabeza contra un muro. Es como preguntarse por el holocausto, por qué hay guerras, cómo es posible que un padre mate a sus hijas… ¿por qué tanta injusticia, y tanto dolor? Es demasiado complejo para intentar “entenderlo” sin volverse loca, sin llenarse de ira y sin acabar abocada al irremediable cinismo. Pierdes la fe en la vida, y eso trae las peores consecuencias. Así que, sin entrar en pajas mentales, que uno de mis mejores amigos se vaya para siempre (sea cual sea la explicación, si es que la hay) siempre deja un vacío. Llenar ese vacío es importante para seguir adelante, y como no he encontrado maneras “bonitas” de hacerlo, me he enfadado con él. Ha tenido la desfachatez de irse sin avisar, sin haber hablado conmigo antes (con todo lo que teníamos que decirnos), sin decir adiós. Ha sido tan desconsiderado conmigo que me hizo entender que estaba bien, cuando él ya sabía que se estaba muriendo. Cuando me enteré de la noticia, ni siquiera pude llorar. Me quedé fría, pero no reaccioné. Era algo que sabía que podía pasar, pero me aferré tanto a la esperanza de un milagro, que me lo creí. Tenía que salvarse. Punto. Y de pronto, sin previo aviso, sin verlo venir ni remotamente, la vida te da la hostia de realidad que seguramente necesitabas. Ya está, se acabó.

Cuando ya pude llorar, lloré mucho. La muerte es irreversible, no puedes pensar “voy a hacer algo al respecto”. No, ya no se puede hacer nada, ni decir nada. Sólo queda aceptarlo. Si no puedes luchar te tienes que rendir. Y a mí me costó varios llantos contemplar la rendición. Él ya no me puede escuchar (aunque en vida tampoco lo hizo nunca), pero si pudiera decirle algo, le diría que “gracias por todo, hasta por las lágrimas. Porque gracias a ellas sé que todo fue de verdad. Que no fuiste una bellísima persona (para qué engañarnos) pero fuiste mi persona favorita por muchas razones que nadie comprendería, ni siquiera tú. Y aunque no entienda esta vida, porque no la entiendo ni la entenderé nunca, no me queda más remedio que seguir en ella, y hacerlo bien (ya sabes, riéndome y emborrachándome, y rodeándome de cosas bonitas, sino pa qué…). Si existe un más allá consciente, espero que me recuerdes como la persona que te mandó a la mierda muchas veces porque alguien tenía que hacerlo para bajarte los humos, y que entiendas de una vez que eso sólo lo haces con la gente que te importa, que una no se toma esas molestias por cualquiera. Que espero encontrarte en otra dimensión algún día, y tener esa charla pendiente. Y que, hasta entonces, intentaré recordarte lo justo y de la mejor manera”.

La noticia de su muerte me llegó a pocos días de que se casara mi hermano, es decir, en mitad de un montón de preparativos, de citas, de pruebas y ultimando el guion de la ceremonia, porque encima los casaba yo. No sé cómo lo hice, pero lo hice, y lo disfruté, y me lo pasé genial. No pensé en él ni un momento. Pero sabía que en cuanto pasara la boda, llegaría la cascada de recuerdos que ya no podría mantener contenida por más tiempo.

Me decidí a escribir cuando una noche, por casualidad, vi la peli de Coco sin saber de qué iba. Ahí, por fin, pude llorar. Mucho. “Si la muerte se parece en algo a lo que muestra la peli, seguiré enfadada con él hasta que me pida perdón por todo, aunque sea después de muertos”. Y con ese pensamiento “estúpido e irracional” conseguí quitarme la pena de encima. Para eso sirve contar historias de fantasía. Porque, aunque no sean realistas para nada (o precisamente por eso) te pueden llevar al sitio justo que necesitas para seguir en esta absurda realidad con un poquito más de alegría. Para qué si no si inventaron las religiones, por ejemplo... Yo, que no creo en nada, me aferro a todo. Aunque sólo sea para darle sabor a las cosas. La vida de Pi es una de mis pelis favoritas por eso; refleja muy bien mi forma de pensar: la realidad es la que es, pero si la cuentas de otra forma, mola más.

Yo he querido contar esta historia de otra forma para que "mole más". Pero en ambas versiones los protagonistas son los mismos y el resultado también: que mi enemigo íntimo ya no está.


No hay comentarios: