sábado, 2 de febrero de 2019

Amor público

Mi abuela falleció el 25 de enero sobre las 23:00 de la noche. Dos cosas curiosas (o mágicas) acerca de estos datos es que lo hizo el mismo día que murió mi abuelo, y que a las 23:20 yo tenía un pase en microteatro y le dediqué la función. Sobre lo primero, (aparte del hecho de coincidir en el día, que ya de por sí es curioso) cuando mi abuelo murió hace 9 años, yo escribí un cuento basado en ellos pero con final ficticio, en el que contaba que murieron juntos los dos. Por suerte, disfruté de mi abuela 9 años más, pero que al final acabara muriendo el mismo día como yo lo relaté es, cuando menos, sobrecogedor. Y en relación a lo segundo, habría que estar en mi piel para entenderlo, porque a esa hora “sabía”, aunque no lo supe de verdad hasta que llegué a casa, que ella acababa de morir. Supongo que hay cosas que no sabemos explicar de manera racional y cuando ocurren, ni siquiera nos preocupa buscarle explicación alguna. Creo que “magia” es una palabra bonita y acertada. 
Al final su muerte me supuso un alivio, imagino que el mismo que sentiría ella, porque estando donde estaba, en semejante estado y sin expectativas reales de que la dejaran salir para vivir a gusto el tiempo que le quedara, era sin duda lo mejor (o así lo entiendo yo). Me hubiese gustado saber qué hubiera pasado si a la semana de estar internada, la hubiese podido sacar de allí, llevarla a una clínica privada o que hiciera su vida “normal”; me hubiese gustado que muriera en su casa, calentita en la mesa camilla y hasta el culo de café y buñuelos. Puede que en lugar de un mes y medio, hubiese durado tres semanas, pero las hubiese vivido más feliz que sedada “para que esté tranquila” y con los brazos morados de tanto pincharle cosas. No puedo enfadarme con nadie porque sé que hicieron lo que pudieron, y mi abuela estaría muy agradecida igualmente, pero ojalá me hubieran escuchado más con el corazón que con las orejas, como yo trataba de escucharla a ella.

En estos tiempos en los que se comparte públicamente desde el café con churros que desayunaste por la mañana hasta la noticia más triste del día; si has conseguido ese trabajo o si te ha dejado el novio; que te has levantado con gripe o que tu gato ha escupido una bola de pelo, es difícil saber dónde está el límite de lo ridículo. Tampoco tengo claro por qué hay que comunicar cosas como que estás de vacaciones o que te has reencontrado con tu mejor amiga de la infancia. La era de internet, y sus redes sociales, han fomentado una imperiosa necesidad de expresión que, en multitud de casos, hace más mal que bien. Pero una debe pertenecer a su tiempo y no renegar de “lo moderno” sino darle el uso que le favorezca. 
En un principio, las rrss me parecieron una herramienta útil y necesaria para trabajar: puedes promocionarte, llegar a miles de personas, avisar de cambios, cierres o cancelaciones y acceder a grupos de trabajo relacionados con lo tuyo. En ese sentido, no es raro que aceptemos “amistad” de personas que no conocemos, simplemente porque trabajan en lo mismo que tú o están relacionadas de alguna forma. Pero llega un momento en que los amigos (o familiares) se mezclan con los meros contactos profesionales, y las cosas que compartes no son del interés de todos (hay un botón para seleccionar remitentes pero nadie se toma tantas molestias). Total, una acaba mostrándose tal como es y comparte lo bueno, lo malo, lo profesional y lo cotidiano con absolutamente todos. 
El uso que hacemos de las rrss me resulta bastante absurdo en general, y sin embargo me presto a formar parte de ese juego, convirtiéndome en absurda yo también, porque el beneficio individual suele ser mayor al grado de estupidez colectiva. Sí, hay que adaptarse al tiempo que nos toca vivir, pero yo decido dónde está mi límite. Y no por una autoimposición forzada sino porque sé hasta dónde quiero llegar. Al final, nosotros mismos elegimos qué contar, y cómo, y cuándo. Y muchas veces, hay una razón detrás que no todo el mundo puede entender. Otras veces, casi todas, es pura rutina de actividad social (ahí entra el café con churros que a nadie le importa una mierda o la foto de tu perro mirando al mar que simplemente es “mona”). 

Compartí la noticia de la muerte de mi abuela (como lo he hecho con otros seres queridos) porque creo que tiene más valor que cualquiera de las “gracias” que escribo normalmente, pero además, sí, hay una razón detrás (o varias) y, como he dicho antes, hay cosas que no se pueden explicar y en este caso, aunque se pueda, tampoco se debe. 
Ella es más de la mitad de lo que soy. Quien quiera, que entienda…

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1 comentario:

Txema Fernandez dijo...

Lo siento. Vale la pena vivir para luchar y luchar para vivir.