martes, 13 de febrero de 2018

Mi Luna en mi cielo

Me fuí con lo puesto. Tomé el último autobús disponible, al no encontrar otra forma de transporte, y me puse en Granada a la 1:00. Todo lo bueno que me había pasado ese día (conseguir trabajo y entrar en una agencia nueva de publicidad) se vio empañado por la enfermedad irrevocable de mi perra que se unía al vacío ya existente, y recientemente reconfirmado, de mi corazón. Pasé la noche entera tumabada con ella en el sofá, tapada con una manta y sin poder moverse. Había perdido la movilidad en tres de sus patas y sus lamentos no eran de dolor sino de impotencia. Sabía que al día siguiente me tendría que despedir de ella, pero necesitaba tenerla conmigo esa noche, y sólo esperaba que la pasara tranquila y sin quejarse. Dormí a cabezadas, agarrada a su patita fría y ella echó la noche en paz. Por la mañana, con el cuerpo destemplado y toda la resignación del mundo, la llevamos al veterinario para que nos dijera lo que ya sabíamos. Se fue atiborrada de chuches y con la imagen de las dos personas que más la quieren. Así se durmió, y en esa paz se marchó. Que ella no sufriera era lo más importante para mí, aunque eso supusiera mi propio sufrimiento.
El veterinario dijo que si Luna pudiera hablar sólo tendría palabras de agradecimiento, que me pusiera en su lugar y pensara en qué me diría, y que me quedara con eso para sentirme mejor.

"Gracias por acogerme cuando nadie me quería. Gracias por todas las chuches, por los juguetes y porque nunca me faltara el pienso. Gracias por los paseos al pantano, al río, al campo. Gracias por consentirme. Por los huesos del jamón, por las medias tostadas, por los filos de las pizzas, por las croquetas. Por dejarme rebañar los vasos de yogur, los platos de comida, los helados. Gracias por reservarme el último bocado. Gracias por las medicinas que me mantuvieron sana y feliz estos diez años. Gracias por los cientos de euros que os habéis gastado en mantenerme con vida. Por las vacunas, las pastillas, las inyecciones, los vendajes y mi "coronita de princesa". Gracias por salvarme la vida cuando me agarró la miosistis, el demodex, la hernia de disco y tantas otras enfermedades. Gracias por mudaros a un edificio con ascensor cuando ya no podía subir y bajar cinco pisos por la escalera. Gracias por mi cama y gracias por dejarme dormir donde me diera la gana. Gracias por haber sacrificado citas, pospuesto ensayos, retrasado viajes para no dejarme sola. Gracias por llevarme a una buena residencia que queda a 40km de Granada, habiendo tantas más cerca, porque pensábais que era la mejor. Gracias por tanto amor, por estos 10 años, y por darme una vida feliz y una muerte digna".

Y sí, lo hice todo por ella, pero el vacío que deja su ausencia no se puede llenar con palabras. Yo también tengo mucho que agradecerle.

"Gracias por haber sido lo más bonito que he tenido. Por darme la oportunidad de cuidarte, por haber sido la responsabilidad que me eché y que me ha permitido experimentar hasta dónde llega el amor. Gracias por descubrirme la fortaleza que hay en mí cuando te veía mala y te llevaba al veterinario, cuando estuviste al borde de la muerte e hice lo imposible por salvarte, por hacerme entender que no tenía límites cuando se trataba de ti. Que si no había dinero lo sacaba de donde fuera, que si tenía que levantarte en brazos, sacaba las fuerzas para hacerlo, que si me tenía que tirar a la carretera a parar un coche porque si no te atropellaba, lo hacía sin pensar en que me pudiera atropellar a mí. Gracias por despertar este instinto maternal de querer protegerte por encima de todo, y de matar a cualquiera que te hubiera puesto un dedo encima. Gracias por despedirme con pena cuando me iba (aunque fueran 10 minutos) y recibirme con alegría al regresar. Gracias por adaptarte a mi tiempo, a mi espacio, a mi estado de ánimo, a mi falta de paciencia, a mis brotes de mala follá. Gracias por tus intentos de entenderme cuando te hablaba, por ser mi mejor amiga, por tumbarte conmigo en el sofá. Gracias por haber sido tan fuerte para poder regalarme tus diez años de vida. Gracias por la última noche juntas y en silencio, por haberme esperado para decirte adiós. Y gracias por irte tan tranquilita y sin sufrir".

Hay gente a la que no le llega la inteligencia para entender que la muerte de un animal nos pueda afectar tanto. Cuando un ser querido fallece deja un vacío, y ese vacío es el que nos hace sufrir. Cuando murió mi abuelo paterno lloré por la pérdida, pero no me dejó un gran vacío. Lo veía poco, nunca fue especialmente cariñoso conmigo y su ausencia no supuso una diferencia en mi vida cotidiana. Puedo decir abiertamente que la muerte de mi perra me ha afectado un millón de veces más. Porque su ausencia sí la noto de cerca, porque ha dejado un vacío físico en mi casa al que debo acostumbrarme, y porque estuvimos juntas cada momento de cada día durante diez años. No es que una muerte duela más que otra, la cuestión es que afectan de distinta manera. Me resultó fácil aceptar la pérdida de mi abuelo, sin embargo se me hace insoportable aceptar la muerte de Luna. Es una cuestión de vínculos que nada tienen que ver con el parentesco o lazos de sangre. Lloré más a mi amigo Miguel que a mi propio tío porque simplemente nuestro vínculo era más fuerte. Y por la misma razón lloro más a Luna que a nadie hasta ahora. Que sea un perro o una mantis religiosa es irrelevante. Lo que importa es el vacío que te deja a ti, y en mí caso es enorme.
Como sé que no todo el mundo llega hasta ahí, llamé al trabajo para decir que no podía incorporarme inmediatamente porque "había fallecido un ser querido". Me notaron tan afectada que, por suerte, me guardan la plaza hasta fin de mes. Si en lugar de "ser querido" digo "perra", igual me mandan al carajo. Pero no preguntaron. Simplemente me vieron lo suficientemente mal para entender que no podía trabajar así.
Dicen los psicólogos que las tres situaciones más traumáticas por las que pasamos las personas a lo largo de nuestra vida son: la muerte de un ser querido, una ruptura sentimental y una mudanza (entiéndase "mudanza" como emigrar, exiliarse o cualquier movimiento de ciudad o país que requiera empezar de cero, no como cambiarse a una casa más grande y bonita por voluntad propia, claro). Las tres tienen en común el cambio, el vacío, la sensación de soledad y la readaptación. Seguir adelante cuando nos vemos en alguna de estas tres situaciones se hace difícil y requiere de una voluntad de hierro para no recaer.
No tengo mucho más que añadir... que siga respirando es un misterio que escapa a mi razón.














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