lunes, 1 de agosto de 2016

Letras

Hace unos años, cuando mi abuelo falleció, empecé a escribir algo parecido a un cuento largo con aspiraciones de novela corta y cuyo título era lo único que tenía claro: La Jarrilla de Lata. Como muchas veces en mi vida, empecé aquella empresa con arrebato y urgencia, con unas ganas desmedidas de documentarme sobre una historia familiar que se remontaba a mis bisabuelos y de cuya unión surgió un inmenso árbol genealógico con sus ramificaciones imposibles que no había por dónde agarrarlo. También como muchas veces en mi vida, cuando se me pasó el frenesí del momento, acabé abandonando a medias aquel empeño al verme rodeada de un millón de folios escritos, con sus anotaciones ilegibles en los márgenes, fechas, datos, nombres y apellidos, que intenté pasar a limpio para ordenar las ideas en capítulos y darle cierta forma, pero que resultó un trabajo demasiado lento para la prisa que yo tenía por ver aquello encaminado en algo parecido a una historia coherente con su principio, su trama y su final. Había demasiadas cosas que se me escapaban, puesto que no soy escritora ni tengo intención de serlo, pero siempre que he querido hacer algo he dedicado mucho esfuerzo y empeño en hacerlo bien, y en esta ocasión no me sentía preparada para encarar la construcción digna de un libro, a pesar de que nunca lo concebí para ser comercializado sino para tenerlo como un recuerdo familiar que como mucho leyeran mis parientes.
A pesar de que el futuro libro no salga nunca del círculo de los más allegados, en aquellos momentos decidí que si lo hacía lo hacía bien porque seguramente sería lo único en condiciones que escribiría en mi vida a parte de algún cuento mediocre y este insulso blog que uso a modo de diario. Lo dejé reposar hasta hoy. De vez en cuando se me ocurre alguna descripción graciosa, o recuerdo alguna anécdota de las muchas que me han contado sobre antepasados que nunca conocí, y lo anoto para que no se me olvide con la intención de darle forma algún día. Tengo incluso dos cintas de casete de mi abuelo (no el que murió sino el otro, que ya ha muerto también), al que un día visité con pastelitos y grabadora en mano, hablándome de la guerra, que a él lo pilló con 12 años, y desvelándome innumerables anécdotas de lo que fue casi un siglo de vida.Tendría que leer tres veces más de lo que leo para escribir si quiera un capítulo decente, y con todo el ajetreo de ensayos, bolos y demás, leer es lo último que hago. En verano aprovecho el inmenso tiempo libre que me brinda el parón estival para ponerme más al día con la lectura, y cuando doy con alguna novela apasionante de las que te enganchan sin remedio me digo que eso es lo que yo quiero escribir; algo que atrape, que se lea con facilidad y que pasado un tiempo tengas ganas de releerlo como si fuera la primera vez.
Recuerdo que le conté a una amiga la idea, cómo quería desarrollarla, el enfoque que me apetecía darle y ella, sin decir nada, me sonrió. Unos días después, por mi cumpleaños, apareció por casa y me trajo de regalo un libro. "Te va a gustar", me dijo. Era La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende. Cuando lo acabé, entendí a qué vino aquella sonrisa y aquel regalo. Me estaba diciendo claramente que lo que yo quería hacer ya existía y mucho mejor, seguramente. Pero no me desanimé porque, al fin y al cabo, Allende tampoco había inventado nada nuevo... ya existía Cien Años de Soledad. Y a pesar de las similitudes, son dos libros diferentes, narrados con diferentes voces y que cuentan lo que quieren contar, solo que Gabriel llegó primero. Es difícil ser original. A veces parece que ya está todo inventado, pero pienso que las cosas que vienen de dentro tienen que salir aunque se parezcan "sospechosamente" a otras. Yo no había leído La Casa de los Espíritus cuando concebí mi idea y es cierto que prácticamente era lo mismo que yo quería hacer, incluso desde las voces narrativas de los personajes, pero Isabel llegó primero. Y si a ella no le importó que se le adelantara Gabriel ¿por qué me iba a importar a mí que se me adelantara ella? Más aún cuando yo ni siquiera tengo intención de vender libros... Así que seguí adelante y en ello estoy.
A mí me gusta escribir por escribir, es un hobby, no lo hago como un trabajo sino por la mera satisfacción de hacerlo. Escribir me cura de muchas cosas, me activa la imaginación, me permite "volar", y es algo que vengo haciendo desde los 11 años. El ejercicio de escribir se adapta mucho a mi personalidad, hace que me lleve mejor con mi soledad y a veces, en contadas ocasiones, me ha brindado la oportunidad de rozar momentos de inspiración absoluta que te elevan por encima de lo terrenal y te da esa sensación de inmortalidad que acompaña a las artes. En esa sensación quise basar mi vida y busqué un oficio que me lo permitiera, y subirme a un escenario o darle vida a un personaje me ha llevado por ese camino, a pesar de lo duro que se hace desde el punto de vista económico. Pero no lo cambio... mientras pueda sobrevivir así, así seguiré.
Hace aproximadamente un mes, me llegó una carta para ofrecerme la medalla de oro al mérito otorgada por el Foro Europa 2001 (una amiga me había recomendado), y por supuesto la rechacé. No solo porque hay que pagar por ella (lo cual ya tira para atrás) sino porque no creo ser merecedora de ningún tipo de premio a un mérito que no es tal. Si tengo mérito por algo es por hacer malabares con el dinero que nunca me alcanza para nada. Y además, si alguna vez me premian por algo quiero sentir que me lo he ganado y no esta cosa rara de pagar por una medalla que se acerca más al postureo que a otra cosa (con todos mis respetos a quien la haya aceptado, incluyendo la chica que me recomendó). Mi empeño ahora está puesto en alcanzar una posición digna con mi trabajo, y rechazar aquello que no me aporte satisfacción. En este sentido el término es amplio pero tengo claro lo que busco en cada cosa y estoy aprendiendo, poco a poco, el valor de poner límites a los delirios ajenos y propios.



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