Debería existir un lugar al que poder huir cuando no sabes
dónde meterte. Una isla perdida en mitad del océano, sin cobertura, y donde el
tiempo se detenga y te espere hasta que regreses. Y que en ese lugar, último
refugio de los caídos, se encuentre la fórmula mágica que te salve de
equivocarte una vez más.
Mañana es el primer día de una nueva vida, que por monótona
y aburrida que se presente, no puede ser peor que la que dejo atrás. Cuatro
meses exactos han tenido que pasar para llegar al mismo sitio, esta vez con las piernas heladas y el estómago vacío tratando de parar el temblor sobre el banco de una plaza esperando, en vano, un "vuelve" que nunca llegaría. Durante ese
tiempo, he encontrado mil motivos para escapar y a penas uno para quedarme, y me
aferré a ese único motivo para darle sentido a mis errores. Pero se ha cerrado
el círculo y los errores sólo han sido errores (disfrazados de otra cosa). He
cerrado ese círculo igual que lo abrí y con la misma sensación que lo hice
entonces. La de no haber sido más que una piedra en el camino, y tan pequeña
que desaparezco. Y este silencio ensordecedor cuenta la
historia por sí solo. Historia que acaba con un desatinado “lo siento”, porque
no hay finales felices para lo que empieza siendo un fracaso anunciado.
Sueño, hambre y 600mg de ibuprofeno para una resaca
buscada que, junto al dichoso silencio, no hace más que acentuar
el vacío que deja todo lo que no se dice, todo lo que resulta inalcanzable,
toda la imprudencia acumulada y todo lo que ya no volverá. Lo único bueno que saco es haber cumplido el triste objetivo
marcado. No como yo lo había planeado, pero da igual. Probablemente a mi manera
no lo hubiese alcanzado nunca. Lo demuestran mis anteriores intentos fallidos, que eran fallidos a conciencia. Porque lo que de verdad duele, en el fondo, es “cuando al punto final de los
finales no le siguen dos puntos suspensivos”.
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