Morderme la lengua o dejarme morder… y así acabé devorada. Pero
la vida no es un carril de sentido único, y si das un mal paso siempre puedes
desandar el camino y tomar otro. Y como seres pensantes (al menos la mayoría)
acabamos encontrando soluciones. Es sólo cuestión de afinar las cuerdas hasta
que suenen bien. Se puede renunciar a muchas cosas pero nunca a una misma. Y en
este autorrescate, ignorando las voces que confunden, pongo en marcha el plan y
le doy vacaciones al tiempo, que ya no me controla ni dirige mi barco.
Lo bueno de lo malo es aprender a ser mejores, y últimamente
he sido una versión bastante pobre de mí misma, y no me acepto así. Soy persona
de acción, y mi motor se ha parado durante tanto tiempo que está oxidado por
desuso. Ponerlo en marcha de nuevo es un proceso que debo encarar con
paciencia, pero valdrá la pena pasar por eso. Cuándo, dónde, para qué… son ya
preguntas que no tengo que hacerme, que se han respondido solas, y que por más
que las razones me aplasten sé que, al menos, podré dormir mucho tiempo
tranquila y tomarme con calma el próximo viaje a neverland. Porque quizás no tenga tan claro lo que quiero, pero tengo
clarísimo lo que no quiero.
Todos los acontecimientos duros que se han ido acumulando en
este tiempo han ocurrido sin que yo pudiera intervenir, ninguno dependía de mí
ni tenía control sobre ellos. Pero si hay algo que esté en mis manos cambiar
porque no me gusta, no perderé la oportunidad de hacerlo. Y destapado el juego,
no hay ya lugar a dudas. Mi pequeña ciudad quedó vacía pero hay un mundo por
llenar. Y en ese mundo cabe un piso de colores bonitos con ruido en las calles
y bares abiertos. Caben las letras, los animales y el vestidor. Hay gente
cercana, teléfonos que suenan a trabajo, y la búsqueda desapasionada (o no) de los
que me escuchen cuando no hablo, de los que se queden, de los curiosos de
corazón y de los locos insensatos que apuesten por esta insensata loca. Pronto
será tarde, y hasta entonces, me tomo la libertad de volverme aire, de guardar
silencio, de apagar las luces y de mirar de reojo en otra dirección.
Sólo me pongo triste cuando se cuela de repente un recuerdo
feliz y esbozo una sonrisa forzada que dura dibujada un segundo, porque apenas
un leve tabique separa el cielo del infierno, y sobre él, como funambulistas en
el alambre, hacen equilibrio las tazas del café, las brochas azules, los deseos
enfriándose en la nevera, las medias rotas, un pantalón a cuadros, una camiseta
a rayas, “qué lejos queda el baño”, I
love NY, la melodía de la mañana, el aliento cargado y la saliva que se
derrama. Y en la amarga alucinación de ver gigantes por molinos, se abre una
torpe lucha contra el entendimiento de la perfecta imperfección que me ha
dejado atrapada y prisionera (sabe dios hasta cuándo) entre la espalda y la pared.
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