Hoy me he levantado con una extraña sensación de optimismo
corriendo por mis venas. Y digo extraña porque yo soy de todo menos optimista.
Creo que hay buenas y malas rachas, y que las primeras se disfrutan y las
segundas se lloran, punto.
Mi última mala racha viene durando como cuatro meses
ya, y sería todo un alivio que se fuera acabando. En este tiempo, algunas de mis
peores pesadillas se han hecho realidad; lo que más temía y lo que más me podía
doler. Todo junto, sin anestesia y absolutamente sola. Hubo días, que todavía
recordándolos, me dan escalofríos. Días en los que creía que no lo iba a
soportar, que caía irremediablemente, que no había salida. Ni buena ni mala. No
había. Supongo que son esos momentos los que nos ponen a prueba, los que miden
nuestra propia fuerza. Y lo único bueno de atravesar momentos de mierda es la
creencia ciega de que se compensará con grandes momentos. En mi caso, si la
cosa va en proporción, me deben esperar cosas increíblemente buenas…
Pero, como
digo, nunca he sido una persona optimista, y de hecho ya estoy dudando de esa
sensación con la que me he levantado. Si algo bueno tiene que pasar vendrá por
sorpresa porque a día de hoy auguro unos meses venideros bastante chungos.
Pronto empiezo a trabajar en algo que no me gusta, para poder seguir en una ciudad
que no me trata bien, sólo por perseguir cosas que siendo bonitas me hacen
daño. Hay que ser masoquista… Pero dentro de esa desalentadora rutina irá
llegando la primavera, y la primavera me pone contenta. Y ojalá llegue con un
sol cegador que lo cambie todo, y que por fin los colores se intensifiquen, y huela a
flores, y la ciudad se convierta en el prado urbano que soñaba. Y que se acaben las
calles grises y solitarias, el humo y la humedad, y el frío y tu frivolidad.
Quizás
lo bueno esté por llegar, pero todavía es febrero, y sé que no terminará sin
darme más escarmientos.
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