sábado, 7 de diciembre de 2024

De lo que construimos, destruimos y reconstruimos

Tengo mil notas esturreadas sobre las últimas dos semanas con cosas que escribo para que no se me olviden, y con cosas que escribo para olvidarlas, si fuera necesario. Y se ha hecho necesario. Algunas de estas últimas cosas tienen demasiada carga emocional como para volcarlas en algo coherente y comprensible como una simple lectura de repaso, pero voy a intentar reunirlo todo sin obviar las partes idílicas (detonantes de todo lo demás) y, a la vez, sin despegar los pies del suelo. Porque para escribir hay que posicionarse (a menos que estés dando las noticias), y mi posición de hoy es distinta a la de ayer, y distinta a la de la semana pasada. Se escribe desde una emoción, y ha habido muchas y muy cambiantes en poco tiempo. Hoy, sin emoción definida, me limito a narrar dándole el peso justo a cada palabra; si me paso o me pierdo en detalles, es cosa mía (pasarme, por lo visto, se me da bien).

Ayer no podía controlar mi cuerpo (antes de ayer tampoco, pero por razones distintas). Temblaba solo, como cuando tienes fiebre que te retuerces, y te estiras, y te acurrucas, y te das la vuelta, y otra vuelta, y otra vuelta sin poder controlar la respuesta natural de un cuerpo que agoniza entre espasmos y tiriteras. Se hacía hasta difícil respirar de manera normal estando así. Y cuando conseguía tomar algo de control, volvían de pronto las imágenes en blanco y negro, y esas desacertadas palabras, y sentía de nuevo los pinchazos por el cuerpo, el vientre en pie de guerra, y las ganas de gritar. Me fui, con imperiosa necesidad, a tirarme al sol sobre un manto de hojas marrones no muy lejos de mi casa, a ver si así se me pasaba el tembleque, me perdonaba por los abusos, y entendía de alguna manera que, a pesar de lo que pesa todo, es mejor agarrarse a una verdad que no mola, que a una maravillosa mentira. Y aunque todo parecía estar muy claro, mi cabecita nunca hubiera soltado esa imagen basándose sólo en lo que había. Necesitaba un golpe de realidad para hacerlo bien, para hacerlo en serio, para hacerlo sin vacilar un segundo. Pero se me hacía casi imposible con todo el frío en el cuerpo, y estando tan al límite. 

Los últimos cuatro años me he estado centrando únicamente en mí y en mi trabajo. Hice cursos, estudié muchísimas cosas distintas, produje un corto, escribí un espectáculo de humor, me saqué cuatro duros trabajando aquí y allí, grabé canciones, me procuré un camino seguro lejos de los lazos familiares, y me dediqué a observar el lado “mágico” de la vida. El resto del mundo me importaba poco. Nada ni nadie, fuera de lo que yo había creado, despertaba mi interés. Y las necesidades (siempre las hay), las supe cubrir sin hacer ruido, tirando de mucha imaginación y colocándome en ese lugar perfecto, aunque imaginario, donde no te la juegas, donde no te pueden hacer daño. Estaba todo bien, todo en su sitio. No había que buscar nada porque ni quería encontrar, ni lo necesitaba. Parece obvio que, entonces, te descoloque lo que aparece sin buscarlo. Y lo vi venir. Lo vi venir porque me conozco, y porque no es algo que pase todos los días. Conocía los riesgos, pero no me dio tiempo a recular. Y mi naturaleza curiosa quiso entender por qué (me dieron esa pregunta metida en un sobre; así de importante debe ser…). La cosa es que, para responder a esa pregunta, hay que investigar, y hay que meterse en el barro hasta el fondo. Y yo me he metido tan al fondo que lo he traspasado. Ahora está el fondo, veintitrés capas de lodo, y yo. Lo peor es que ni siquiera ahí encontraba la respuesta. Todo parecía haber sido algo meramente anecdótico. Pero con muchísimo esfuerzo he conseguido ver más allá, y he cambiado el objeto de estudio; el por qué tenía que ver conmigo, con nadie más. Y yo, aunque soy complicada de cojones, me consigo entender a veces, y resulta mucho más fácil que tratar de entender todo lo demás. 

Durante unos días muy inciertos, muy tensos y muy confusos me permití dudar, llorar, cabrearme, agarrarme a la esperanza, soltarla de nuevo, y de últimas, llegar a límites absurdos. Y todo (literalmente, todo) me llevó a ese sitio. Porque yo lo estaba haciendo bien, no había más tiempo, y con lo que tenía hasta ese último día, sólo podía hacer una cosa: seguir mi camino, y cerrar esa puerta que no llevaba a ningún lado. Pero la vida no te pone las cosas fáciles… Y así salté del 2 al 5 con nuevos interrogantes, con nuevas dudas, y con toda la curiosidad del mundo; la misma que me llevó al subsuelo. El 5 de ese 25 (sabía que ese número iba más allá de todo), yo me sentía la más guapa, la más segura, la más atrevida… y la más vulnerable. Un outfit defectuoso ya anunciaban el frío inminente. Y se fue metiendo el frío, mucho frío, a pesar de que no hacía tanto. Ese lugar llamado primavera me recordó que, en realidad, estábamos rozando el invierno. Y se escarchó el paisaje, y todo se volvió de un gris oscuro cuando perdí el miedo a perder, y me la jugué a todo o nada. Descubrí mis cartas, aposté (demasiado) fuerte… y perdí la partida. Así es el juego. No se gana siempre, pero siempre pierdes si no lo intentas. En mi burbuja maravillosa, que tanto me había esmerado en construir, se estaba demasiado bien para arriesgarme a salir, así que no sé en qué momento (o con cuántos vinos), pensé que romperla era la mejor idea del mundo. Sobre todo, teniendo los datos sobre la mesa gritando “¡no es por ahí!”. No me lo creí. No me fie de los datos (me han enseñado a chequearlos siempre), y supongo que necesitaba creerme algo que no me gustara, a seguir dudando de todo lo que sí. 

Tuve que esperar a que amaneciera el día siguiente para “perdonarme” por eso, y para conseguir alegrarme por ser valiente, aunque la valentía lleve consigo una buena dosis de masoquismo. Debo decir que, a lo largo de mi vida, siempre he funcionado igual, que he ido a por aquello que quería (en todos los ámbitos de la vida) incluso cuando parecían quimeras inalcanzables, y que nueve de cada diez veces he tenido éxito (y a más difícil, mejores resultados). Por supuesto que he perdido en otras ocasiones; las menos, pero suficientes para ser consciente de que esa posibilidad existe. Para ganar hay que estar dispuesta a perder… Cuando sea vieja y esté a punto de morir (previo pago de impuestos) me alegraré al recordar, si aún me queda memoria (y si no, para eso escribo), que tuve miedo a perder en muchos momentos de mi vida, pero que afortunadamente, le tuve más miedo a no intentar ganar. Eso me ha llevado a los mejores lugares. Y puestas a ser optimistas, la ausencia de memoria sensorial, y la palpable indiferencia hacen más fácil el camino de vuelta a casa. Todos los pedazos rotos de mi burbuja se pueden recolocar dedicándole un poquito de esfuerzo diario. Me doy lo que queda de puente al ocio, al descanso y a la lectura; a partir del martes ya me pondré con los mapas, el inglés, el monólogo y el resto de tareas pendientes. El tiempo no está para perderlo. 

Y creo que con esto ya está hecho el resumen de lo que pudo haber sido y no fue, de un viaje a ninguna parte (aunque muy enriquecedor), y de un casi fin de año tan lleno de cosas bonitas, (incluyendo esa voz y esos ojos que se quedaron conmigo el tiempo suficiente). No puedo más que sentirme agradecida, obviando el pequeño vacío en el corazón, por haber llegado tan lejos en casi todo lo que me he propuesto. Y, como buena inconformista, quiero más. Lo quiero todo. Algunas cosas las buscaré, pero, las mejores, llegarán por casualidad. A veces, sin hacer nada; a veces, dejando hacer a otros; y, a veces, porque un amigo te recomienda hacer algo en un sitio que queda muy cerca de tu casa.


Vamos a brindar por las noches perdidas...



lunes, 2 de diciembre de 2024

Huir es de cobardes

Que todo sea importante, pero que nada sea trascendente. Hoy, después de haber pulsado cuatro teclas aleatorias durante el fin de semana, haber hecho la hoja de ruta (hay que practicar) de un destino poco probable, haber cambiado el paseo por el barrio sin perderme mientras en un bar de otro barrio encontraba el pk de la victoria, y haber promovido un último intento de comunicación, me he levantado con el único pensamiento de soltar lastre y no esperar a mañana para redefinir un mes de diciembre que cada año me va gustando menos. 

Se me ha caído el único bolo a caché cerrado que tenía, y es mi último día “ocupada” pero, lejos de desanimarme, he hecho los deberes para que el final de algo bueno signifique el principio de algo mejor (pase lo que pase). No creo que llegue a esos 2000€ que tanto quería tener ahorrados, a menos que surgiera algún trabajazo muy bien pagado de la nada. Pero tampoco preveo muchos gastos esta navidad, y sí algún ingreso para quitarme, aunque sea, las deudas; tiraremos con eso este mes. Con eso, y con la fe ciega en el “no desaparecer” (al menos unos días); puede que el próximo lunes, tras cruzar un puente lleno de interrogantes, cambie mi discurso, y me vea obligada a tomar otros caminos. 

Hoy sería un buen día para tener superpoderes y que sea yo quien desaparezca, ahorrándome así un dolor de estómago que viene amenazando desde que asomé la cabeza por la ventana esta mañana, y me puse a limpiar la bombilla del mate pensando en los múltiples detalles. Pero como no tengo superpoderes, me lo tomaré con calma para que todo sea importante, sin que nada sea trascendente. Huir es de cobardes. Y hasta existe la posibilidad de que, a última hora, no haya incluso nada de lo que huir.