Cuando decidí venirme a Madrid había algo muy fuerte que
tiraba de mí. Ese algo tan fuerte era a su vez incierto, pero mi instinto
quería confiar. Cuando algo me ilusiona tanto no soy de pararme a pensar en
pros y contras, no razono, ni mido, ni peso. Voy y lo hago. Eso a veces me ha
llevado a sitios mejores, y otras veces me ha hecho recular, pero nunca me he
arrepentido de dejarme llevar por la inercia. Ahora tampoco…
Me vine a Madrid,
empujada por esa fuerza, para generar cosas y al poco de llegar la realidad me
golpeó en el estómago hasta dejarme sin aliento, y surgieron las dudas. Lo que
tenía claro dejó de estar claro, la ilusión se desvaneció y todo por lo que luchar
dejó de tener sentido. Entré en un bucle de preguntas sin respuesta, de
desgana, de impotencia y de soledad. He pasado los últimos meses esforzándome
en entender lo que pasaba, y mi principal misión se centró en seguir en pie
hasta descubrir qué hacer con mi vida. Esperaba un milagro, así tal cual.
Esperaba que, de la misma forma que mi vida dio un giro de 180º de un día para
otro, pasara algo, de pronto, que le diera otro giro de tuerca a mi realidad y
se acomodara todo, y que yo lo entendiera, y que estuviera conforme con lo que
se me ofrecía.
Cuando volví a Granada por navidad comprendí muchas cosas.
La ilusión me volvía a llamar desde Madrid esclareciendo mis dudas. No me
gustaba lo que me contaba, pero al menos me daba respuestas que, a estas alturas,
es lo mínimo que quería. Y en este ir y venir de los acontecimientos he
alcanzado la claridad para tomar decisiones, dando pasos muy medidos y sin
perder de vista en ningún momento que las cosas son como son y no hay milagros
que valgan. Ese pensamiento me ha salvado de equivocarme y me ha ayudado a
encontrar la salida del oscuro laberinto en el que estaba.
Ahora sé por qué no encontraba trabajo, ni disfrutaba la
ciudad, ni llamaba a nadie. No quería crear vínculos falsos para tener a qué
agarrarme porque me faltaba lo más importante, la ilusión. Sin ilusión no
funciono, y es fácil perderse. Hoy por fin puedo decir que, aunque no me guste,
he encontrado el camino. Ahora sé lo que tengo que hacer. Y, dadas las
circunstancias, es algo por lo que alegrarse. Me costaba mucho renunciar y
rendirme ante esa lucha contra lo improbable, y ahora que sé que no gano nada,
es mejor desertar y estar preparada para mejores batallas, que morir por algo
que no lo vale.
Con el alma manchada de azul, el estómago revuelto y todos
los temblores del mundo iré cerrando cada puerta sin hacer mucho ruido,
tratando de olvidar este delirio y reconstruyendo a pedacitos la ilusión
perdida.
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