Tras el desayuno vino la inevitable caminata de cada día. Luis sabe perfectamente que detesto salir por las mañanas, pero de nada sirve negarme, esconderme o hacerme la enferma. Él insiste en ir a caminar justo después del desayuno, quizás porque el resto del día está ocupado en otros asuntos. Reconozco que no me gusta el movimiento que surge durante el día. No soporto los coches, los niños que gritan en el colegio de al lado de casa, el ajetreado ritmo que lleva la gente de acá para allá, las bocinas, los perros ladrando, la señora de las verduras berreando a pulmón… en fin, tanto ruido...
Fuimos a un pequeño parque situado cerca de casa. El intenso olor de los árboles floreciendo y el calor sofocante de aquel sol que cegaba la vista, anunciaba la llegada inminente de la primavera que es cuando normalmente se me cae una cantidad considerable de pelo. Generalmente no hay mucho que hacer en el parque. Suelo limitarme a caminar junto a Luis que cada dos por tres se para a saludar a algún conocido, en cuyo caso yo me siento donde pillo hasta reanudar la marcha. No soy un ser muy sociable. Tiendo a dar la espalda a la gente que no conozco bien. Aquel día, Luis se paró a hablar con una señora gorda y de voz chillona que desprendía un penetrante olor a sudor y que llevaba un perro minúsculo metido en su bolso, el cual se me quedó mirando mientras emitía un sonido semejante al de un tractor a punto de arrancar. Queriendo ignorar a aquel perro y a su pestilente dueña, dirigí la vista hacia otro lado y divisé un gato pequeño y de color tierra que se encontraba acurrucado debajo de un columpio. Traté de acercarme cautelosa para no espantarlo, pero en cuanto me vio venir salió raudo de su escondite y trepó a la rama más alta de un árbol cercano. Aquel gato se me quedó mirando burlonamente desde su posición y consiguió enfadarme. Me era imposible subir a esa altura así que me quedé observándolo, resignada, hasta que me di cuenta de que había perdido a Luis. Miré nerviosa para todos lados, di la vuelta al parque corriendo, lo confundí con un señor que llevaba una camisa parecida, y ya estaba a punto de volver a casa sola cuando finalmente lo encontré sentado en un banco, leyendo el periódico como si nada. Me senté junto a él y no volví a separarme hasta que volvimos a casa.
Cuando llegamos, pude por fin tumbarme en el sofá, descansé, dejé de temblar. Luis estuvo en casa solo un momento y volvió a irse. Pasé el resto de la mañana sola, comí algo a media mañana y me senté plácidamente al sol. De vez en cuando, el chillido agudo de algún niño que jugaba en el patio del colegio, o el ensordecedor concierto de bocinas causado por un atasco en hora punta, me hacían abrir los ojos y salir de mi estupor. Pero fueron los ladridos de uno de los perros de la vecindad lo que llamó mi atención hasta el punto de incorporarme para intentar ver qué ocurría. Aquel perro pequeño y escuálido intentaba salir de uno de los contenedores que se encontraban situados justo enfrente de casa, con tal desesperación y urgencia que casi se podía sentir su respiración acelerada y el temblor de los huesos de sus patas. Continué observando la fatal escena con los ojos como platos y sin poder si quiera pestañear, cuando de pronto se apoderó de mí un terror indescriptible y una inmensa sensación de angustia. Vinieron a mi cabeza recuerdos de un pasado aún temprano que no podía entender y que sin embargo me asustaban. Volví a entrar en casa sin saber qué hacer, di vueltas por el salón, estaba nerviosa. Al final acabé en la cama de Luis, como si allí estuviera a salvo de todo, a salvo de aquel perro que despertó mis miedos, a salvo del maldito ruido. Allí agazapada me quedé dormida. Soñé que un hombre alto, con ojos saltones y enfurecidos de aspecto sucio y con olor a alcohol me metía en una enorme bolsa de basura y me pateaba mientras me gritaba cosas ininteligibles para que me callara. Luego me tiró a un contenedor y se fue. Cuando logré salir de la bolsa, dolorida y asustada, me encontré dentro de aquel cubo de lata gigante del que parecía imposible salir. Trepé apoyándome en las bolsas que había a mi alrededor, pero el maullido agudo de un gato en celo me asustó y volví a caer cuando ya estaba tan cerca de la salida. Conseguí asomar la cabeza por fin y descubrí una calle solitaria, llena de desperdicios, donde solo se podía ver en la oscuridad el brillo de los ojos de las ratas y la silueta de los gatos con el lomo erizado. Más tarde, y sin saber cómo llegué ahí, me encontré a mí misma desamparada y sola en medio de una carretera inmunda iluminada a penas por una farola que parpadeaba tristemente. Me quedé paralizada en medio de aquel tétrico y solitario paisaje de asfalto sintiendo cómo el ambiente gris que me rodeaba me engullía poco a poco mientras intentaba a duras penas hacer que mi cuerpo, tembloroso por el frío y el miedo que habitaban en mí, respondiera a algún estímulo y pudiera salir de aquel lugar. De pronto el silencio fue interrumpido por el ruido gastado de un motor y la inmensa oscuridad se vio amenazada por la aparición de dos grande ojos de luz que se dirigían hacia mí a una velocidad pasmosa. A partir de ese punto solo recuerdo la imagen de Luis sujetando mi cabeza con gran cuidado y una dulce voz que decía cosas para mí incomprensibles pero cuyo sonido desvelaba ternura y bondad.
Cuando la puerta se abrió y volvió a cerrarse de golpe desperté, olvidando por completo mi horrible sueño. Lo único que quería era saludar a Luis, y que él me abrazara y me hiciera sentir a salvo de todo; que se quedara siempre a mi lado. “¿Qué te pasa? ¿A qué viene ese entusiasmo? Solo he estado fuera un par de horas, ¿tanto me has echado de menos? ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta al campo? Podemos pegarnos un chapuzón en el pantano, hace demasiado calor ¿no crees? Vale, vale... tranquilízate, ya estoy aquí. Aunque te deje sola cada día sabes que volveré tarde o temprano. En casa estás a salvo ¿verdad que sí? ¿Qué me dices entonces? ¿Nos vamos? Allí estaremos solos, no habrá gente a estas horas, ni coches, ni ruidos ni ninguna otra cosa que te pueda asustar. Además, conmigo nunca te pasará nada, ya lo sabes...”
Mientras escuchaba las palabras que Luis pronunciaba yo solo podía dar saltos de alegría, sin entender por qué. Respondí a todos sus interrogantes con sonoros ladridos de euforia y nos fuimos al pantano como un día normal, un día como otro cualquiera, al menos que yo recuerde.
(B.J. Granada, mayo 2014)
A mi Luna
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