Con
la bombillita roja de la precaución encendida y una indescriptible necesidad de
aplacar mis instintos, me metí en las entrañas de la ciudad. Una mezcla de
ilusión y miedo me acompañaba, pero accedí a satisfacer semejante antojo, pues
pensé que después de tanto tiempo, sería capaz de hacerlo sin salir mal parada
y, de ser así, la fuerza de la costumbre amortiguaría el golpe.
No
hubo un sobresalto, no se me aceleró el pulso, ni se me cortó la respiración.
Parecía no haber peligro. Sin embargo, al otro lado de mi ventana, nueve pisos
más abajo, quedaría impresa una huella conjunta. La memoria me hizo el favor de
recordarme lo justo tras dos noches de recordarlo todo; el olor penetrante que
creía haber olvidado, la aspereza del tacto, una fiesta de sabores para mis
papilas gustativas, una imagen plana y borrosa convertida en tres dimensiones y
a full HD, el timbre sin filtros colándose por mis oídos. Los cinco sentidos al
servicio de un nuevo recuerdo aderezado con sentido del humor. Pero un sexto sentido
despertó mi sentido común y levantó la barrera que separa un momento de una
vida, y todo acabó ahí. Sólo
me asusté cuando un extraño sentimiento se apoderó de mí al contemplar desde
lejos la imagen solitaria del alma que se esconde en un cuerpo cualquiera.
Ternura. Sin necesidad, sin reproche. Ternura sin más. Y vi claro el por qué de
todo. Y entendí mejor eso de que cuando una flor te gusta, la arrancas, pero
cuando la quieres de verdad la cuidas y la riegas y no esperas nada por su
parte.
Necesité
un par de días para poner todo eso en orden, y ahora que vuelve la estabilidad
sólo puedo esperar que el curso de las cosas fluya tranquilo y no haga daño,
aunque a veces escueza un poco…