Normalmente
una se levanta por la mañana, digamos, bien… sin pensar en el pasado ni en el
futuro sino viviendo ese famoso “ahora”, el presente, y con la única
preocupación de echar el día y cumplir los objetivos previstos. Una se centra
en eso sin darse cuenta, y “eso” te hace sentir, digamos, bien. Pero por
supuesto, no es un estado continuo. De vez en cuando, aparece una curva en esa
carretera recta, y estás más agitada, ya sea por un recuerdo que regresa, por
algo que has soñado, o por aquello que está por venir y aún divisas muy lejos
de donde estás, y entonces, el bienestar habitual hace un alto en el camino, te
deja un espacio de reflexión y te cuenta cosas. Siendo así y estando, digamos,
bien, una acepta con cierta satisfacción esa invitación a contemplar desde fuera lo que hay dentro (o lo que hubo, o lo que habrá). No
importa si eso te pone triste momentáneamente, o melancólica, o especialmente
intensa porque estando, digamos, bien se le puede sacar beneficio, y al fin y
al cabo, no ocurre todos los días.
Yo que soy tan dada a centrifugar
pensamientos, ahora que las cosas no duelen, aunque todavía escuezan, me puedo
permitir acomodarme en esos estados de melancolía por un rato cuando miro la
foto de mi abuela cogiéndome en brazos en mi primer cumpleaños, la jaula vacía
de Robin y el collar de Luna colgado en la pared, o una de esas películas con
final feliz que sólo me recuerdan que yo no lo tuve. Y luego vuelves al presente
y no pasa nada, porque hay mucho que hacer, porque queda esperanza en ciertas
cosas, y porque salgo a la calle y en menos de una hora me gasto un dineral en
chuminadas varias porque reconozco que soy una víctima del consumismo y las
chuminadas me encantan, y porque estoy trabajando y, a pesar de los quebraderos
de cabeza que me da la gente que no sabe hacer su trabajo, yo disfruto haciendo
lo que hago.
Sigo
sin querer saber qué está ocurriendo más allá de mi entorno, aunque sea difícil no
enterarse de algún modo. Trato de ignorar lo que soy capaz de controlar, pero
algunas cosas se cuelan sin querer, sin que una se dé cuenta, y es entonces
cuando tengo que tragar saliva y no dejar que “la emoción” me invada. Pero cada
vez me da más igual. Y aunque me cueste reconocerlo, sé que es mejor así,
porque estando, digamos, bien… todo está bien.
Este sábado terminamos el mes de microteatro y después me centraré en el bolo que tengo con mi banda el 1 de marzo. Espero que, entre medias, salga alguno de los trabajos a los que he postulado y que me lleven un poco más lejos de aquí. Porque si algo me apetece de verdad es poder romper esa barrera que aún me hace temblar, y que me está privando de volver al lugar al que quiero poder ir sin miedo, y sin fantasmas amenazando alrededor.