Por la mañana desperté temprano y con los nervios propios de un día importante. Me duché, me lavé el pelo y preparé la ropa. Quedé a medio día con una amiga que, finalmente, no pudo quedar y me vino de perlas para ir tranquila y sin prisas hasta Atocha. A penas pude comer antes; no me entraba nada. Tomé sólo una cerveza con la tapa más cara del mundo y me puse en la estación una hora antes. Lo hice sabiendo que, con mi nulo sentido de la orientación, iba a necesitar un rato para ubicar el buzón amarillo donde me recogerían. A las 17:15h en punto se me acercó un señor de traje que me preguntó mi nombre y me subió a un coche para llevarme a los estudios. Como había un ratito de camino, nos dio tiempo a hablar de mil cosas y conocernos. Tipo cojonudo, Carlos.
A
las 18:00h ya andaba yo por el edificio, peleándome con la tarjeta de visita
para cruzar el molinillo hasta la sala de espera. Él estaba en los camerinos
comiendo medias noches de jamón, y con los nervios que manejaba a penas reparé
en su presencia. Antes de que empezara todo (ya vestida, peinada y maquillada
como una puerta) me guiñó un ojo desde arriba al tiempo que hacía un gesto de
“tú, tranqui”.
La hora entera pasó como un suspiro y todo acabó antes de que pudiera darme cuenta (y hasta aquí puedo leer).
La hora entera pasó como un suspiro y todo acabó antes de que pudiera darme cuenta (y hasta aquí puedo leer).
Como en una nube por la experiencia vivida, salí del edificio buscando la oportunidad
de hablar con él en la puerta, donde ya estaba Carlos esperándome con el coche.
Alguien me dijo “tú aguanta un poquito, que no ha salido todavía”, pero no
quería hacer esperar a Carlos, así que le dije que gracias pero que me tenía
que ir. Y justo antes de subir al coche, me dijo “mira, ahí viene”. Miré a
Carlos buscando complicidad y me sonrió en plan “venga, que te espero”. Salió
solo, y todos los demás, salvo Carlos que seguía al lado del coche, ya se
habían ido. Me acerqué a darle dos besos y le dije que me había
quedado con las ganas de cantar un tema con él, y me dijo “coño, tía, habérmelo
dicho y hubiésemos preparado algo”, a lo que yo contesté que estaba demasiado
nerviosa para tomar esa iniciativa pero que si alguna vez coincidíamos de
nuevo, quedaba pendiente. Después de un ratito de charla considerable, se despidió con un guiño y un “nos vemos en los
bares” y se fue. Subí
al coche disculpándome por el retraso, pero Carlos sonreía todo el tiempo.
Tenía que llevarme a Atocha, pero me dijo que como yo era su último viaje y ya
terminaba, que me llevaba donde yo quisiera. Le dije que estaba parando en Sol
y me dejó en la misma plaza. Antes de despedirse de mí, me dijo que ojalá
volvamos a vernos porque él es el chófer de casi todos los actores de series de
la tele, y si alguna vez me tiene que volver a recoger, sería buena señal.
¡Qué
distinta se veía la plaza ahora! Nada que ver con ese sitio triste del día
anterior. Había luz, mucha luz, y a diferencia de otras veces, ahora la luz
provenía de mí. Hice un par de llamadas obligatorias antes de subir a la
habitación a soltar lastre y volver a salir porque había quedado para cenar. Mi
amigo Jose me esperaba en el Viña P, y ya estaba allí
cuando llegué. La última vez que lo vi fue exactamente en ese mismo restaurante
el pasado 17 de marzo, y recuerdo que era ese día porque fue el día en que
toqué fondo (entonces yo era una sombra de mí misma). Se alegró al verme tan… renovada. Fue una buena noche. Cenamos de lujo, la dueña se sentó con nosotros y nos invitó a una copa
y acabamos en un bar de los que me gustan echando la penúltima antes de
regresar al hostal. Entre el alcohol y el cansancio acumulado de un día
movidito, dormí como un bebé. Pero ni todo el entusiasmo de vivir una experiencia, digamos, diferente, impidió que mi último pensamiento estuviera tan lejos de Madrid.
A la mañana siguiente regresé a Granada con una herida menos y la semilla de un posible proyecto de futuro.
A la mañana siguiente regresé a Granada con una herida menos y la semilla de un posible proyecto de futuro.